viernes, 27 de mayo de 2011

Crítica de "El tiempo y los Conway", taller fin de carrera de los alumnos de la Escuela Navarra de Teatro

El tiempo y los Conway. Autor: J.B. Priestley. Dirección: Joan Castells. Intérpretes: Fermín Cariñena, Nerea Domínguez, Itziar Elgarrista, Xabier Flamarique, María Gurrea, Iker Huitzi, Patricia Peces, Con Trujillo, Ainara Unanua, Jaione Urtasun. Lugar y fecha: ENT, 20, 21, 22, 27, 28 y 29/05/11.

La alegría y el dolor

NO sé si será un acto de crueldad innecesaria escoger un texto con una perspectiva sobre el futuro tan descorazonadora como El tiempo y los Conway como trabajo de fin de carrera para los alumnos de tercer curso de la ENT. Se te tiene que caer el alma a los pies cuando, al terminar los estudios, justo antes de encararse con la incertidumbre laboral, te ves representando las frustraciones y las ilusiones cercenadas de esta familia inglesa creada por J.B. Priestley. En fin, pueden buscar consuelo en las palabras de William Blake que Alan le recita a Kay al final de los actos segundo y tercero: "La alegría y el dolor están firmemente entretejidos".

Tejido no, más bien cortado y cosido es como sirve Priestley el argumento de su obra. Después de presentar a los felices Comway en el primer acto, celebrando una fiesta por el vigésimo cumpleaños de Kay, lo que hace Priestley, con un excelente resultado narrativo, es arrancar lo que temporalmente sería el tercer acto, el que presenta a la familia veinte años más tarde, víctima del desamor, de la decepción y del fracaso, y remendarlo sobre el tapiz de alegría de la primera parte. Cuando se desvanecen los fantasmas del terrible futuro y volvemos a la fiesta de los Comway, todo adquiere un sentido distinto: conocemos ahora la torva catadura del pretendiente de Hazel; la esencia injusta y autoritaria de la matriarca de los Comway; lo vano de las pretensiones de Kay; y, sobre todo, el trágico destino de la risueña Carol. La alegría y el dolor, entretejidos.

También se reparten un poco las alegrías y las penas en el resultado final del montaje. Cuando, como pistoletazo de salida de la función, se apagan las candilejas que apuntan al público y se tiene una visión clara del escenario, la primera impresión es favorable. La verdad es que la escenografía detallista que reproduce el vestidor de casa de los Comway es llamativa. Puedo justificar el juego de realizar las entradas y las salidas a través de los armarios por el aire fantasmagórico que quiere dársele al segundo acto, pero lo que no me termina de encajar es el modo de mover a los actores y de situarlos en la escena, formando grupos que, me parece, a veces se estorban y, sobre todo, dificultan la visión de los intérpretes por parte del público.

Y hablando de visiones, aunque sea paradójico, creo que se ve mucho a los actores, mientras que cuesta más ver a los personajes. Quiero decir que se aprecian los recursos de los actores, su bagaje técnico y, en algunos momentos, unas buenas dotes para la interpretación, pero a veces falta ese punto de verdad, ese algo casi imperceptible que hace que los personajes pasen de la hoja escrita al escenario, como invocados por un médium, y sus vivencias se conviertan en reales, en emoción pura. Estoy convencido de que el tiempo infundirá a estos jóvenes actores esa capacidad casi mágica. Les deseo que su tiempo no sea como el de los Comway.

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