lunes, 14 de noviembre de 2011

"Las orquestas sinfónicas, no, por favor", artículo en defensa de su pervivencia, por Paloma O'Shea

LA crisis nos ha puesto en la tesitura de tomar decisiones difíciles: puesto que no hay para atenderlo todo, es inevitable decidir qué gastos son imprescindibles y cuáles no. Las hoces están en alto y es el momento de afinar bien los golpes, porque cortar por donde no se debe puede tener consecuencias graves. El ejercicio es muy delicado y requeriría análisis sereno y visión de futuro; sin embargo, nuestros políticos se ven abocados a tomar estas decisiones en medio de una campaña electoral interminable y en plena agitación general, con cada sector social tratando de llevar el agua a su molino.

Lo importante, en cualquier caso, es preservar a toda costa las constantes vitales del país, aquellas funciones que lo mantienen vivo y le harán llegar en buenas condiciones a una época más positiva que, antes o después, tendrá que acabar viniendo. En mi opinión, una de esas funciones clave es la cultura y, más concretamente, la música. Sin ellas, la sociedad diluirá su conciencia colectiva y relajará los lazos que la mantienen estructurada. A fin de cuentas, es en la música y en las demás facetas de la cultura donde se concentra el espíritu de la nación y donde se representa con más claridad nuestra voluntad de convivir, de compartir derechos y deberes y de existir como sociedad organizada. Creo que no debemos tocar la cultura más que como ultimísimo recurso.

No digo que no haya que apretar cinturones y racionalizar gastos, porque, cuando vienen mal dadas, nos toca contribuir a todos, incluidos los músicos y los protagonistas de la cultura en general, pero sería un grave error desmantelar activos culturales como orquestas, teatros o festivales, porque el tiempo y el dinero que requeriría su reconstrucción posterior es inmenso en comparación con el ahorro que pueda producir hoy su cierre.

Los ex alumnos de la Escuela Reina Sofía, que están repartidos por las mejores orquestas, españolas y europeas, me alertan de los malos augurios que se ciernen sobre la Orquesta de Extremadura. Con diez años de vida, la OEX es una de las más jóvenes de España, pero está ya plenamente consolidada y su labor ha representado un gran avance en la vida cultural extremeña. Su supervivencia es muy importante, y no solo para Extremadura, sino para toda España, que desde hace ya unas cuantas décadas tiene depositada en el progreso de su vida musical buena parte de su ilusión como país e incluso de su dignidad como nación moderna, liberada de sus complejos históricos.

En pocos terrenos como en el de la música se visualiza con tanta claridad nuestro progreso colectivo, material, pero sobre todo espiritual. En treinta años, hemos pasado de tener tres o cuatro orquestas sinfónicas dignas de tal nombre a casi treinta; de dar conciertos donde se podía, a tocar en una red espléndida de auditorios; de ser el piano poco más que un adorno para jovencitas bien (¡y algo sabré yo de eso!) a ser una clave de la educación de todos. Durante este tiempo, decenas de miles de padres españoles se han esforzado en llevar a sus hijos a estudiar el violín, la flauta o el violonchelo y es esa presión social la que ha forzado una renovación de conservatorios y escuelas de música que ahora está dando sus frutos. Hace ya algunos años que vemos cómo acuden a las audiciones de la Escuela Reina Sofía jóvenes españoles de grandísimo nivel.

Los ciudadanos españoles han acudido con gran interés a los auditorios y teatros a abonarse a las temporadas de sus orquestas, porque un concierto ya no es un club selecto para privilegiados, sino un acto de cultura popular, donde todos pueden acceder de primera mano al universo de Beethoven, de Mahler, de Falla o del joven compositor de su tierra.

El censo actual de orquestas es una de las joyas de nuestro patrimonio colectivo. Sin contar las juveniles, que cada vez son más y suenan mejor, España cuenta hoy con 27 orquestas sinfónicas profesionales: cuatro en Andalucía, Cataluña y Madrid; dos en Asturias, Canarias, Galicia, País Vasco y Valencia; y una en Baleares, Castilla y León, Extremadura, Murcia y Navarra. Cada una de ellas es el resultado de un esfuerzo colectivo y del impulso de toda una sociedad. Tienen titularidades de todo tipo: desde las orquestas privadas, como la Sinfónica de Madrid, titular del Teatro Real, que es propiedad de los profesores que la integran, hasta las enteramente estatales, como la Nacional. Otras son autonómicas, provinciales, de ayuntamientos o de entes intermedios más o menos públicos, como RTVE. En cuanto a la calidad de su sonido, las hay de primer nivel mundial (¡no exagero en absoluto!) como la de la Comunidad Valenciana, y las hay de menor prestigio, pero al menos seis o siete alcanzan un gran nivel internacional y tienen discos suyos en las tiendas de todo el mundo. Al principio, en los ochenta, las nuevas orquestas se nutrieron de músicos extranjeros. Era lo natural, dado el triste estado en que se encontraban nuestros conservatorios. Después, se han ido españolizando poco a poco.

Para un país como el nuestro, que en cuanto a música llevaba siendo periférico desde Tomás Luis de Victoria -¡exactamente cuatro siglos!-, esa vitalidad de nuestra vida sinfónica es un triunfo extraordinario. Es una de las claves de la España moderna. Cada orquesta española no es solo un centro de cultura y de ocio, es una auténtica bandera de modernidad, una referencia de altura que los ciudadanos tienen presente en su lucha diaria por salir adelante y por ofrecer a sus hijos un país abierto, moderno y europeo.

Solía decir Carlos Gómez Amat, harto de ver pasar efímeramente por nuestros teatros a las grandes orquestas mundiales, que la única cultura que de verdad importa es la que se produce en casa. Pues, gracias a Dios, ahora, la cultura musical se está produciendo por fin en casa. Se incuba en nuestros conservatorios elementales, que se han multiplicado asombrosamente en número, se termina de madurar en los superiores, que tanto han progresado, y en centros de alta especialización como Musikene en San Sebastián, la ESMUC en Barcelona, la Escuela de Altos Estudios Musicales de Santiago, el Conservatorio de Zaragoza o la propia Escuela Superior de Música Reina Sofía que, aunque me esté mal el decirlo, abrió buena parte de estos caminos. Y, una vez madurada, esa cultura musical hecha en casa, esa que es la que de verdad interesa, se expresa principalmente la labor de nuestras veintitantas (primero 30, luego 27 y ahora veintitantas) orquestas sinfónicas, además de en la de nuestros teatros, festivales, grupos de cámara y grandes solistas.

No quisiera hacer corporativismo. No se trata de decir: a los músicos no los toquéis, porque son los míos; sino: no cortemos la música porque eso sería cargarse la mitad del esfuerzo de modernización y de europeización que los españoles llevamos treinta años haciendo. Porque cerrar una orquesta no es solo despedir a ochenta músicos y a media docena de empleados; es cortar el acceso a la maravilla de la música a miles de ciudadanos de todas las clases sociales y es cortar el camino profesional a los mejores de nuestros jóvenes, a los que se han entregado al arte musical creyendo en el esfuerzo, en el cultivo del talento y en la superación personal.

Cerrar un foco de creación cultural, como es la Orquesta de Extremadura, es echar a la basura el trabajo, la ilusión y el dinero de varias generaciones y significaría empezar a rendirse y a admitir el fracaso social. Aprieten a las orquestas, si hace falta, pero no corten por ahí. Por las orquestas, no, por favor.

PALOMA O'SHEA, PIANISTA Y MECENAS MUSICAL

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