martes, 25 de septiembre de 2007

LIBROS. A propósito de Marcel Marceau, recientemente fallecido, y del colaboracionismo francés con los nazis

Ha muerto Marcel Marceau, el más grande mimo de la segunda mitad del siglo XX y digno sucesor de su maestro, Etienne Decroux. En cuatro ocasiones lo vi sobre un escenario. La primera tuvo que ser en 1985, creo, y en el Festival de Teatro de Vitoria, de eso estoy seguro. Había leído que había tenido problemas de salud y que probablemente podría estar en su última gira mundial y corrí a la ciudad vecina con unos amigos para verlo. Me dejó impresionado su espectáculo, compuesto de dos partes, Pantomimas de estilo y Pantomimas de Bip.

Aquella gacetilla fallaba. Había mimo para rato. Pude verlo hasta en tres ocasiones más: una en el Gayarre, otra en el Festival de Olite y la última, en 2002, en el Teatro Albéniz de Madrid.

Curiosamente, las cuatro veces vi prácticamente el mismo programa, con ligerísimas variaciones. Era lógico, algunas de sus pantomimas eran, sin discusión, perfectas. Por ejemplo, El constructor de máscaras. El hombre que en su taller va rematando las piezas y se las prueba delante del público, hasta que en un momento dado no puede quitarse una de ellas (una amplia sonrisa) y forcejea hasta la desesperación con ella puesta. Genial. Sin posibilidad de mejorar: intentarlo sería como añadir otra cuerda al violín o un brochazo a La Gioconda.
Había otras parodias antológicas, que pude ver varias veces: Paseo por el parque, Joven, maduro, anciano y muerte, El tribunal... Su personaje Bip es eterno y queda en el imaginario común como una de las grandes creaciones, del rango (aunque no de la popularidad) de Charlot.

A propósito de su muerte, las noticias de prensa han sido como casi siempre, absolutamente memas, hasta el punto de destacar como lo más logrado de su carrera que Michael Jackson hubiera copiado sus movimientos para uno de sus bailes. De este tipo de simplezas está hecho el periodismo actual. A mí, sin embargo, me ha llamado la atención un dato que desconocía: su origen judío (de hecho, se apellidaba Mangel). Y otro añadido: que su padre fue deportado desde Francia y murió gaseado en Auschwitz.

Lo ocurrido con Francia y los franceses en la II Guerra Mundial fue absolutamente lamentable y todavía asombra. En el país vecino ya han hecho las suficientes catarsis como para desvelar el comportamiento mayoritario de la ciudadanía que vivió cómodamente el régimen fascista de Pierre Laval y Petain y colaboró con entusiasmo en el exterminio judío. Hubo años en que se intentó dar la imagen de que todo el país había estado con la Resistencia. Nada más alejado de la realidad. De ahí que me anime a recomendarles algunos libros que merecen la pena ser leídos (con el cine, me limitaré a dos títulos maravillosos, Au revoir les enfants y Lacombe Lucien, ambos de Louis Malle, la primera sobre la sañuda persecución de los niños judíos refugiados en conventos católicos y la segunda una clarividente muestra del prototipo de colaboracionista.

Pero vamos a los libros. Lean, por favor, Suite francesa, de Irene Nemirovsky, (Salamandra) autora rusa de lengua francesa, hija de un acaudalado propietario que huyó de la revolución soviética y brillante novelista en 1940 que terminó sus días gaseada en un campo de concentración. También su marido. Sus hijas, que pudieron huir gracias a los afanes de una antigua criada, descubrieron hace pocos años un manuscrito de una novela que no llegó a terminar (con anotaciones sobre su estructura y personajes). Esa novela a medio hacer (sólo pudo escribir dos de las cinco partes previstas) ganó el premio Renaudot, por primera vez a un autor fallecido. Describe con un tono realista y distante un país que se desmorona, un pueblo que pierde los papeles y la vergüenza, que colabora descaradamente desde el inicio con tal de mantener sus privilegios y que abandona a su suerte a una parte de sus conciudadanos, los judíos. Saber el final de la autora hace más difícil la lectura del relato. Por cierto, esta brillante escritora aprendió euskera en sus veraneos en Biarritz. Hablaba con fluidez siete idiomas.

Merece la pena una lectura de Velódromo de invierno, magnífica novela de la escritora española de raíces francesas Juana Salabert, publicada en 2001 en Seix Barral. Narra la gran redada de judíos parisinos realizada por la polícía francesa y la Gestapo. Los perseguidos fueron concentrados en el estadio ciclista antes de su deportación ante la mirada pasiva (que no compasiva) e incluso satisfecha de la ciudadanía.

Si les pasa como a mí, que cada vez me cuesta más sumergirme en una novela, pueden optar por un ensayo bastante clarificador de Philippe Burrin, Francia bajo la ocupación nazi (Paidos) que se tradujo al castellano en vísperas del 60 aniversario de la liberación. Un análisis histórico y riguroso y un recuento pormenorizado de la actitud ante la colaboración de la gran banca, los industriales, la iglesia, los científicos, los artistas, la gente de la calle... Sólo un detalle esclarecedor: hubo un momento en 1943 en que la Alemania de Hitler apenas disponía de 30.000 hombres para controlar, y bien, toda Francia.

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