martes, 25 de noviembre de 2008

PEQUEÑAS OBRAS DE GRANDES AUTORES: Lo bueno, si breve, dos veces Pinter


El ciclo Pequeñas Obras de Grandes Autores ha estado dedicado en su edición de 2008 a tres premios Nobel. Muy bien: analicemos los datos. Desde que comenzó a otorgarlos en 1901 y hasta este mes de noviembre, la Academia sueca lo ha fallado 100 veces en 107 años (en 1935 quedó desierto y no hubo elección en 1914, 1918 y del 40 al 43 debido a las guerras mundiales). Se han concedido a 103 escritores, porque en tres ocasiones se otorgó ex aequo. Veintidós de los 103 premiados son dramaturgos, cifra más elevada de lo que cualquiera esperaría debido a la escasa relevancia social y mediática del teatro frente a la novela y el ensayo, por no aludir al prestigio y notoriedad que han arrastrado los poetas durante buena parte del siglo XX.
Este elevado porcentaje –uno de cada cinco Nobel de Literatura se ha entregado a un hombre de teatro– ha sido incluso superior en la última década: de los últimos 12 premiados, cuatro son en esencia dramaturgos: el italiano Darío Fo (1997), el chino Gao Xingjian (2000), la austríaca Elfriede Jelinek (2004) y el británico Harold Pinter (2005). De por qué esto es así me atrevo a dar una explicación: los suecos son los habitantes del planeta que más veces al año van al teatro. Son grandes espectadores y disponen de un ojo crítico certero. Y sabiendo que los suecos andan bien informados de lo que se cuece en los distintos escenarios del mundo, cualquier hombre de teatro leído sabía que más temprano que tarde Harold Pinter (Londres, 1930) tendría que recibir el premio, como así pasó.

Me atreveré a dar otra cifra. De los 103 premiados con el Nobel de Literatura, Harold Pinter es el que tiene menos obra escrita y publicada. No me da la vida para comprobar semejante tirada de la moto, claro, pero cubro apuestas. Vean: Pinter es autor de 13 sketches para espectáculos ajenos –como los de la velada de hoy– de menos de cinco minutos. Algunos poemarios y una única novela, Los enanos (de la que extrajo un diálogo de igual título). Firma 29 dramas, algunos específicamente para el teatro y otros encargos de la radio y la televisión, aunque varios han llegado después a las tablas a pelo o adaptados. Pongan algún guión televisivo más y pare usted de contar. Salvo un par de piezas, ninguno de sus dramas “canónicos” pasa de 70 minutos, y eso en el peor de los montajes, con actores atorrantes y una dirección aplatanada. También ha firmado Pinter siete guiones para largometrajes, el más conocido La mujer del teniente francés (1981), que tuvo 5 candidaturas a los Oscar en 1982, entre ellas la suya a mejor guión adaptado, que no ganó (claro que fue un año especialmente afortunado para el cine: Carros de fuego, En el estanque dorado, Ausencia de malicia...).

Quiero decir con esto que Pinter es denso, conciso y buenísimo. Uno de los grandes.

España no es Suecia, ni va camino de parecerlo. Ha habido pocas oportunidades de ver aquí su teatro. José Sanchis Sinisterra echó la persiana a su condición de gestor cultural, según nos confesó no hace mucho, tras el fracaso de público de su Otoño Pinter en 1996, la ambiciosa propuesta que lideró la Sala Beckett para mostrar su obra –montada o en lecturas dramatizadas– y reflexionar sobre ella en presencia del escritor. De Navarra, qué vamos a decir. Sólo recuerdo un montaje en los últimos años. Fue El amante, en 2002, impulsado por Maiken Beitia, la actriz más echada p’alante de nuestra escena, pues jamás ha rechazado ninguna propuesta de riesgo. Junto a ella, Joaquín Calderón y Pablo del Mundillo, que repartía leches (en sentido literal, no figurado, como a lo mejor hace hoy), dirigidos por Emi Ecay. Tuvo poco vuelo aquel montaje.

Para acercarnos a este autor tenemos dificultades añadidas: sólo a partir del Nobel se ha empezado a publicar su obra en castellano, y todavía no en su totalidad. Algo de su teatro más marcadamente político se encuentra en un único volumen de Hiru, la editorial de Alfonso Sastre. Allí se pueden leer Polvo eres, Luz de luna, Tiempo de fiesta y El lenguaje de la montaña. Del resto tiene los derechos la editorial Losada, que los ha traducido en “argentino”, lo cual es un problema. A pesar de que el trabajo del director Rafael Spregelburd es atinado, los textos llegan con expresiones del tipo “vos no sos petiso”, “sacáte la frazada”, “es policía de civil”, “podés armarte el catre allá” y “no me montés un quilombo”. “¿Entendés?”.

Entender se entiende, claro, pero no ayuda a descifrar textos siempre ambiguos, donde nada es exactamente lo que parece a simple vista y hay sentidos que se pueden escapar. No se amilanen si lo encuentran durillo y sigan mi consejo: “Volvé el folio y seguí el reporte”. Lo dice uno de sus personajes, “desesperar, más que un fracaso, es un error táctico”.

Teatro de la amenaza

Tratar de definir el teatro de Harold Pinter exige las más de las veces hacerlo por negación, por la sencilla razón de que se han dicho y escrito bastantes melonadas sobre el sentido de su obra, a pesar de que él siempre se ha explicado de forma meridianamente clara. “Normalmente, comienzo mis obras de una manera bastante simple, encontrando un par de personajes en un contexto determinado, arrojándolos los unos a los otros y escuchando lo que dicen. El contexto ha sido siempre, para mí, concreto y particular, y los personajes, también concretos. Nunca he empezado una obra a partir de ningún tipo de idea abstracta o teoría”.

Dicho de otra manera, en todos sus dramas aparecen en escena personajes reconocibles; podría ser la vecina de al lado (La fiesta de cumpleaños), el paisano con el que te cruzas a diario en la calle (Una noche de juerga, La última copa), el pesao del bar (Escuela nocturna), la esposa de... Los personajes siempre están ubicados en lugares perfectamente reconocibles: una casa de campo (Un ligero malestar), apartamentos de clase alta (La colección, El amante), una oficina (El invernadero, El examen), una pensión barata (La habitación, El portero) o el sótano del bar (El montacargas). Y estos personajes usan un lenguaje sencillo, corriente, popular. Nada “literario”, sin adornos ni mandangas. Teatro realista, se dijo. Él lo negó: “Diría que lo que pasa en mis obras es realista, aunque lo que estoy haciendo no es realismo”.

El espectador atento va descubriendo que este diálogo está lleno de ambigüedades. Hay cosas que se dicen pero no se terminan de decir, apenas se insinúan o se dan por supuestas, con lo que va creciendo el mosqueo en el patio de butacas. En muchas ocasiones la conversación queda interrumpida y entonces la pausa, de gran efecto dramático, provoca cierto sobresalto. Y como tampoco hay enredo ni golpes de efecto, ni una acción que podamos contar a los amigos a la salida del teatro, porque sus personajes no hacen nada reseñable en escena, parece entonces todo muy beckettiano, porque fue Beckett quien enseñó a usar de forma maestra los silencios y el off (lo que no se dice en escena y el espectador tiene que intuir o imaginar). Pero ojo. El irlandés lo utilizaba con una finalidad distinta: desactivar los elementos del drama e indagar en los límites de la teatralidad. Pinter va por otro lado. Construye dramas perfectos, cargados de tensión, que llevan al público a un estado de permanente alerta.

Como no se captaba “de qué iba aquello”, decían que era teatro simbolista. Ya han leído a Pinter. Nada más lejos. Sus obras no son crucigramas cuyo sentido hay que descifrar. “No me pregunten a mí. Todo lo que sé de mis personajes está escrito allí”, contestó aburrido. Y en esas se llegó a la conclusión quizá más desatinada: se calificó su teatro como absurdo. Porque algunos tachan de absurdo todo lo que no entienden, cuento de Caperucita incluido. Y en Pinter nada lo es: todo tiene un sentido, otra cosa es que se presente eludido o envuelto en misterio. Hubo listos que resolvieron el problema clasificatorio con un adjetivo comodín: el teatro de Pinter es “pinteriano”. Ingenioso.

Curiosamente, este desconcierto se ha extendido a pesar de que jamás ha autorizado bajo ningún concepto ninguna adaptación, lo que ha evitado distorsiones gratuitas. Marcos Ordóñez define el condensado dramático del británico como superrealismo. Tampoco vamos mal si lo encuadramos en “teatro político” (lo comprobarán hoy en Entrevista) porque el escritor es un hombre comprometido con la izquierda y su teatro más reciente tira a degüello. Yo me quedo con una expresión afortunada, “teatro de la amenaza”, porque sus obras provocan una cierta desazón, una notoria incomodidad, un regusto amargo. Comprobarán como una sombra de duda, miedo o angustia transmiten la señora que espera un autobús en Parada discrecional y la misma conversación de las mujeres en el límite de la indigencia, en ningún caso reconocida, que matan la noche de cháchara en El Blanco y Negro. Y entenderán lo que decía del off cuando su mente se dispare tras escuchar esa Oferta especial. El otro sketche escogido, esa pequeña obra maestra que es Disturbios en la fábrica, muestra la forma sibilina en que Pinter aborda las relaciones de poder. Descubrirán, en definitiva, la fuerza de su teatro en estas piezas escritas en 1959. Lo dijo él: “Estoy convencido de que lo que pasa en mis obras podría suceder en cualquier parte, en cualquier momento, en cualquier lugar, a pesar de que los hechos pudiesen no parecer familiares a primera vista”.

Víctor Iriarte

2 comentarios:

Luis T dijo...

Estupendo el artículo y felicitaciones por la presentación del otro día.

Creo que hay que tener mucho cuajo para salir ahí y decir algunas de las cosas que dijiste, que son verdad, y que nadie te obligaba a decir.

Me pareció un fantástico homenaje a Pinter, que hizo lo mismo en su recepción del Nobel. ;)

PD: Un apunte, yo diría que la obra de Wislawa Symborska (Nobel en el 01996) es todavía menor: apenas 250 poemas. Claro que es comparar peras con rodamientos de camión, pero...

http://en.wikipedia.org/wiki/Wisława_Szymborska

Victor Iriarte dijo...

Hola Luis. Gracias por las felicitaciones y los ánimos. En efecto, era un homenaje a Pinter decir algunas cosas que aquí se callan o se dicen con la boca pequeña. Y que venían a cuento.

Y ahora que lo dices estoy seguro de que tienes razón con la poeta polaca. Y algún otro más habrá con menos obra que Pinter. Tampoco muchos, creo.

Como cubría apuestas, escribí, te debo una. ¿Café? ¿Copa? ¿Pincho?

Nos vemos. Un abrazo.