martes, 17 de noviembre de 2009

PEQUEÑAS OBRAS DE GRANDES AUTORES: ¿Qué cuesta el hierro?, de Bertolt Brecht, dirigido por Ángel Sagüés


Brecht, el autor y el teórico

Bertolt Brecht (1898-1956) es uno de los más grandes dramaturgos del siglo XX, con una obra densa, prolífica y variada. En eso no cabe discusión. Más de medio siglo después de su muerte, los montajes sobre su obra se repiten en todo el mundo. El Teatro Gayarre ha visto escenificadas muchas de sus mejores piezas. Recuerdo, a botepronto, Santa Juana de los Mataderos (Iruña Pequeño Teatro), La ópera de cuatro cuartos (producción del Ayuntamiento de Pamplona), La resistible ascensión de Arturo Ui (Iluna Teatro), El señor Puntilla y su criado Matti y Sobre Horacios y Curiacios (Teatro de la Abadía), La vida de Galileo Galilei (Imprebís) y A los hombres futuros (Caracois, sobre poemas y textos no dramáticos).

Poeta, músico, actor y director, mujeriego y vividor, comenzó su carrera como dramaturgo al acabar la I Guerra Mundial, en una Alemania que expresaba su dolor y desconcierto ante el horror de aquella carnicería bajo la estética del expresionismo, que él cultivó en sus primeras obras. Hombre de izquierdas a pesar de su origen burgués, se afilió al Partido Comunista en 1929, fue perseguido por los nazis y tuvo que salir del país cuando éstos llegaron al poder en 1933 para vivir un largo exilio por los países nórdicos y Estados Unidos. De allí fue expulsado en 1947. Tenía prohibida la entrada a su Baviera natal (en la RFA) y vivió hasta su muerte en la comunista República Democrática Alemana (RDA), donde también tuvo roces serios con la burocracia estalinista. Las grandes ideologías siempre han casado mal con la genialidad. Pero para entonces era demasiado conocido y admirado, un “monumento vivo” en un joven Estado necesitado de mitos exportables, y Brecht dispuso en su traje de una manga algo más ancha que otros. Fundó en Berlín Este el mítico teatro que condensa su teoría y estilo, Berliner Ensemble, que aún hoy es como la Meca o el Lourdes de los teatreros, “rojos” y de todos los colores.

Pero la importancia de Brecht, lo que le da una dimensión espectacular a su figura, es su teoría del teatro, que condensó en Pequeño órganon, que ha provocado dolores de cabeza, tesis doctorales y discusiones sin cuento. Para que me entiendan, su reflexión sobre el “para qué” del teatro y el papel del público (dicho de otro modo, la preceptiva: “cómo debe ser” la práctica y el producto teatral) lo pone a la altura de la expuesta 25 siglos antes por Aristóteles (Primer libro de la Poética). Es decir, el teatro occidental de los últimos 25 siglos se podría clasificar en dos grupos: a un lado, Brecht y sus epígonos; al otro, todos los demás.

Trataré de explicarlo en 24 líneas. Aristóteles dice que el teatro es una imitación de acontecimientos que se escenifican para “conmover” al espectador. Da igual que sea una comedia o una tragedia, el público se identifica con lo que ve (mímesis), sufre con las putadas que el autor le hace al protagonista y eso le purifica (catarsis), con lo que, al salir del teatro, es mejor persona. En cierto sentido, según el pensador griego, el teatro se dirige al corazón, no a la cabeza, porque busca conmover. Para Brecht, el teatro tiene una función ética y política: debe influir en las personas y puede hacerlo si se dirige a su intelecto, no a sus sentimientos.

A partir de esta premisa, condensa su teoría de lo que llamará el Teatro épico (frente al dramático aristotélico). Y dice: es necesario que el espectador “no se meta” en la obra para sufrir o divertirse con la historia que le cuentan, sino que la observe fríamente. Más que “vivir” la obra, debe situarse en su butaca como el científico en la mesa del laboratorio, estudiando la acción. El espectador debe juzgar lo que ve (no experimentar emociones), recibir argumentos (no sugestiones), tomar decisiones (sin caer en el sentimentalismo). Porque Brecht es marxista, y quiere cambiar el mundo, cree que el hombre es un ser cambiante y no inmutable, como en las tragedias griegas, donde los personajes nacen con un destino del que no pueden escapar.

Para lograr sus propósitos, es decir, evitar que el público se emocione, Brecht utiliza efectos “distanciadores”. De repente, un actor interpela al público directamente (y te “saca” de la obra), o explica su opinión ante la escena que se va a ver, o se pone a cantar, o cambia el decorado a telón abierto, o mete un letrero irónico que contradice la acción. O usa actores “malos” (aficionados, artistas de cabaré un poco bastos), para que se note el “truco”. Y la acción no es lineal y creciente hasta un punto de máxima tensión, sino que cada escena es una obra en sí misma, que se monta intercalando unas potentes y otras planas para descolocar al público.

Brecht cree que el teatro es un lugar para pensar. Es decir, quiere que el espectador pague y además curre. Y luego aplauda, claro. Y lo consiguió. No era poco listo el tío.

Un Brecht interpretado en clave brechtiana

En el otoño de 2004, la Fundación Municipal Teatro Gayarre encargó las tres pequeñas obras del ciclo al mismo director que hoy se responsabiliza de la puesta en escena, Ángel Sagüés, no sé si el más veterano de los que están en activo en Navarra, pero sin ninguna duda el más brechtiano de todos. Sus montajes están en cierta medida “troquelados” por esa filosofía teatral, da igual el autor o el género o la trama que aborde. En todos se nota el “estilo Sagüés”, la mano de uno de los pocos directores locales que ha sabido construirse una poética propia.

En 2004, escogió tres textos narrativos (de Anton Chejov, Juan Rulfo y Bernardo Atxaga) y los dramatizó con su reconocida maestría incluyendo guiños brechtianos. Y lo ha seguido haciendo después (recuerdo El maqui, adaptación de la novela de Arto Paasilina; Woyzeck, de Büchner, y Luces de bohemia, de Valle). Eso a veces gusta y a veces menos; en ocasiones nos parece oportuno y a veces menos afortunado. Las pegas serán discutibles, pero las propuestas son siempre coherentes, porque conoce bien los mimbres que maneja. En cierto sentido, Sagüés estaba en deuda con el público habitual del Gayarre. ¿Si su teatro es brechtiano -nos preguntábamos-, por qué no escoge de una vez un Brecht y lo dirige en clave brechtiana? ¿Qué le costaba hacerlo? Por lo visto, le costaba un hierro. Hoy salda la deuda. Se agradece.

Hemos escrito un Brecht brechtiano. Es cacofónico, pero desde luego no redundante. Porque no todo lo que escribió el autor alemán se ajusta siempre a su propia teoría teatral (él mismo revisó su discurso, y dirigió remontajes, contradiciéndose conscientemente a sí mismo). A veces se ha montado su teatro expresionista como si fuera épico o se ha aplicado con forceps su teoría a textos dramáticos imposibles (Sanchis Sinisterra suele recordar su ¡Ay Carmela! en el Berliner con dos actores que parecían sargentos prusianos en estado de revista). En Navarra hemos sufrido ejemplos de (autotitulados) directores de escena, generalmente “empanaos” con un bagaje muy superficial, que creen que con bajar del escenario a un actor a hacer el moñas en el patio de butacas ya están haciendo Brecht.

Estoy seguro de que no va a pasar hoy con ¿Qué cuesta el hierro? Es un texto paradigmático de Brecht. Mejor no se podía haber escogido para dar a conocer su teatro. Fue estrenado en Estocolmo en agosto de 1939, días antes de estallar la II Guerra Mundial y tiene mucho de advertencia al país de acogida, Suecia. Es una breve pieza de teatro político, pero comprobarán cómo el escritor alemán no utiliza el drama para “enseñar” política, sino para hacer al espectador sensible a ella. Los personajes no discuten sobre política, sino que la padecen. No se plantean los problemas; de forma casi inconsciente sufren sus consecuencias.

Verán en la representación efectos distanciadores. Por ejemplo, La Ortiga ha cambiando el preámbulo, escrito en verso (¿algo más poco natural que hablar rimando?), y son ellos mismos (¿o los personajes?) quienes en el escenario dan la conferencia introductoria previa. Les oirán cantar al son de la música de Antonio Romero y verán una puesta en escena mínima y nada naturalista. Los letreros, artificiosamente mostrados al público, les orientarán.

Quienes aguantaron la chapa previa al montaje de Thomas Bernhard que abrió el ciclo, amortizarán en parte la inversión, porque se habló de cosas que hoy vuelven a salir. En la obra, los personajes son metáforas de países europeos en vísperas de la guerra: El Cliente es la Alemania nazi que compra metal para rearmarse; la neutralista Suecia la personifica el vendedor de hierro; aparecen Austria, que la Alemania de Hitler se anexionó en 1938, y Checoslovaquia, que siguió la misma suerte un año después, ante la pasividad de Francia e Inglaterra, “matrimonio” que contemporizó con Hitler y abandonó a su suerte a ambos países.

También verán una de las famosas “paradojas brechtianas” (idea absurda que presenta en escena con apariencia de verdad). Las usó para estoquear al espectador y obligarle a repensar el mundo. El Cliente es el personaje más distinguido, educado y razonable de la función. Nadie diría que es un cabrón con pintas. A lo mejor incluso disfrutamos de dos paradojas: si en la sala ningún lerdo/lerda se deja encendido el móvil y éste no llega a sonar, como últimamente, y ningún espectador se dedica a transmitir en voz alta lo que pasa en el escenario (“el fraile es el de la sotana”, “la calavera es la muerte”), dando pública fe de su simpleza y mala educación, igual concluimos que no hemos asistido a una función normal de teatro.

Víctor Iriarte

2 comentarios:

edu dijo...

Servidor tuvo un profesor que decía que lo peor del teatro de Brecht eran sus aspiraciones distanciadoreas, y lo mejor, que no lo había conseguido....

Victor Iriarte dijo...

Yo, personalmente, hubiera cambiado de profesor.
El efecto "extranjerizador" es fruto de una profunda reflexión y abrió nuevos cauces al teatro.
Sí es cierto que el "didactismo" de algunas obras las han hecho envejecer mal, pero no se puede descalificar radicalmente a Brecht.
Gracias por participar en el blog, por lo visto muchos lo leen pero pocos se animan a escribir.