"Tengo un amigo escritor que siempre que puede abomina de la mercantilización de la cultura pero que está intentando desesperadamente ganar el Premio Nadal, el Alfaguara, el Biblioteca Breve o incluso el Planeta. Me relaciono también con otros dos o tres autores, conocidos de todos, que en sus columnas periodísticas arremeten apocalípticamente contra la partitocracia que gobierna España, contra la corrupción rampante y contra la inmoralidad de la sociedad en la que vivimos, y al mismo tiempo forman parte de jurados amañados, acuden a actos inanes pagados suntuosamente con dinero público y organizan camarillas de compradres endogámicas y mafiosas. Y son legión los que, invocando la elevada misión del arte y la austeridad que se le debe, desprecian los laureles y las glorias mundanas justamente hasta que les son concedidos a ellos. En realidad, los escritores no somos muy diferentes de esos obispos que, después de haber manoseado a un niño, se suben al púlpito para tronar contra los pecados de la carne (...).
Un sermoneador sólo tiene tres posibilidades taxonómicas: ser consecuente con sus sermones, ser un cínico o ser imbécil ¿En cual de las tres categorías debemos colocar al aspirante a un gran premio comercial que rechaza la mercantilización de la cultura, al apóstol de la pureza que exige un hotel de cinco estrellas pagado con dinero público y al fustigador de la frivolidad del mundo literario que busca cada noche su nombre en Google? En la primera de ellas no, por supuesto.
En los libros he encontrado siempre, desde mi adolescencia, las cavilaciones más lúcidas sobre la naturaleza humana. Los escritores -los buenos- son capaces de representar como nadie las flaquezas, las ambiciones y las miserias del alma. Resulta llamativo, por tanto, que no acierten a reconocerlas en sí mismos al primer vistazo. O que, si lo hacen, no enmienden luego sus soflamas".
Luisgé Martín, en Babelia, 28-8-2010
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