Alfredo Goñi
Hall del Teatro Gayarre
Pamplona. Enero-marzo 2007
El teatro nace en Occidente porque existen los dioses. Así de simple. Si los griegos hubieran sido ateos, hoy sólo tendríamos -es un decir- fútbol y discotecas para matar el fin de semana. Afortunadamente, los helenos tenían un montón de dioses a quienes adorar y a ello se ponían con relativa frecuencia. Lo hacían saliendo de romería al campo: buscaban un claro despejado, se colocaban en círculo y empezaban a cantar a coro ditirambos, poemillas un poco babosos creados para hacer la pelota. Los griegos disponían de un buen racimo de dioses, pero la juerga se la garantizaba Dionisos, a la sazón dios de la viña, el vino y el éxtasis místico, y que terminó como dios del teatro. El pluriempleo le vino porque en estas “javieradas”, allí llamadas “dionisíacas”, a un sujeto llamado Tespis se le ocurrió la brillante idea de adelantar del orfeón a un par de individuos para intercalar recitados entre los cantos. Con lo que nació el teatro, ya ven ustedes. Y, por eso, realizar una exposición pictórica sobre dioses en un teatro es, sobre todo, un acto de coherencia intelectual.
Los dioses griegos no paraban quietos. Curraban lo suyo, la verdad sea dicha; pero enredaban bastante y, no nos duelen prendas al decirlo, eran unos golfos. Ello causó no pocos problemas en los cielos, pero afortunadamente dio múltiples argumentos en la tierra a los autores del teatro occidental: en forma de comedia si el protagonista acababa más o menos apañadamente su peripecia; o de tragedia si la cosa terminaba a malas. Con tanto lío de faldas que se traían en el Olimpo, el repertorio de personajes creció como la espuma. Los griegos es que iban sobrados. Además de dioses, disponían de titanes y titánides (lo cito por lo de la igualdad de género), ninfas, musas, dríades, pléyades, cíclopes, oceánides, nereidas, gracias, hespérides, horas, sibilas y monstruos y más que podría contarles, y sobre todo pintarles, Alfredo Goñi (Pamplona, 1960), un artista figurativo de primer nivel que lleva años dejándose acunar e inspirar por las mitologías mediterráneas.
Diosas, sibilas y monstruos es el título de una muy meditada exposición (el pintor es periodista y tiene la buena costumbre de informarse previamente de lo que habla y pinta) que se extiende por los dos pisos del hall del Teatro Gayarre como antesala lúdica que predispone al espectador al festín dramático y musical que se va a regalar. De diosas está plagado el teatro, y con ellas lloramos y reímos y a ellas las soñamos febrilmente, como nos ocurre con esas ninfas marinas, Dóride y Galatea, que surgen en las aguas cálidas de Creta como emerge en ocasiones sobre el escenario un diálogo asilvestrado y turbador.
También nos encontramos en esta exposición con monstruos. Afortunadamente, porque al teatro nada de lo humano le es ajeno: habla de tú a tú al hombre y coloca al espectador frente a sus frustraciones, obsesiones y miserias, muchas veces más terroríficas que esas górgonas aladas que el artista cuelga por la sala para recordarnos que sigue siendo real la amenaza de una mirada capaz de convertirnos en piedra. Ojo con Medusa y su cohorte, mujeres con serpientes por cabellos y garras de bronce; como en todo buen drama, no debemos fiarnos de las apariencias.
Déjense seducir por las sibilas que aparecen semidesnudas reinterpretadas en esas tablas coloristas: mujeres de miradas insinuantes, rostros botticellianos y cuerpos desproporcionados (esos pies enormes, bien apegados a la tierra, como toda buena obra de teatro), que demuestran el conocimiento del autor de las técnicas goticistas y del manierismo. El teatro ha recuperado para nosotros el viejo oficio de la sibila, porque al igual que aquellas mujeres oráculo profetizaban lo que iba a ocurrir, el drama contemporáneo está constantemente avisándonos, con ejemplos del pasado, sobre nuestro futuro incierto. Al que quizá convenga mirar de reojo, solidarizándonos con la obsesión del pintor por los perfiles, hieráticos en Egipto y sensuales y gráciles si se inspiran en la cultura minoica.
Pasado no tan lejano y futuro que casi es presente presiden la relectura de Alfredo Goñi en sus cuadros de temática mítica, vocación que no es del todo ajena a su trabajo profesional: su día a día consiste en traducir a imágenes infográficas -perfectamente comprensibles para el lector del periódico- los acontecimientos más complejos y diversos que suceden en el mundo. En su mesa lo hace ayudado de los más modernos ordenadores y programas informáticos, con técnicas que domina a la perfección pero que, sin embargo, repudia cuando se transmuta en pintor frente al caballete. Encerrado en su estudio de Mendillorri, evapora la era digital y tira de los saberes centenarios del artesano: así, selecciona el cartón con esmero, extiende capa a capa los fondos, mezcla texturas y colores y dibuja a lápiz las líneas que después serán trazos precisos a óleo, en un proceso de amanuense que el espectador atento será capaz de rastrear.
Trabajo preciosista de un artista autodidacta para ese diálogo del mito y la realidad sin trampa pero con cartón. Porque esa “escritura” pictórica, como en los grandes dramas teatrales de todos los tiempos, tiene su subtexto. Si prestan atención, verán que el estrepitoso peso de la mitología no impide a las diosas y sibilas presentarse al hombre de hoy sobre cartones de embalaje de objetos cotidianos. Desdoblados en formas irregulares, sugieren las siluetas que luego él pinta. Moderno por clásico: también los griegos pintaban ánforas, terracotas y cualquier soporte que pudiera contener sus objetos más preciados. Esa gárgona, como emergida, de una pizza familiar, ¿nos estará diciendo algo más? ¿El monstruo pavoroso tiene hoy forma de comida basura? ¿Artemis sinónimo de colesterol? ¿Y qué me dicen de esa Harpía pintada sobre la caja que envolvió un teléfono? ¿Nos habla de la rapacidad de las multinacionales por explotar nuestro deseo de comunicarnos? ¿Nos anuncia una amenaza prepago o con tarjeta?
Esta última reflexión viene al pelo porque de Alfredo Goñi me gusta la sinceridad de su pintura pero, especialmente, que le haya inoculado un elemento del que está muy, pero que muy necesitada la plástica hoy: el sentido del humor. O me corrigen, o es el único por estos pagos que mezcla la ironía sutil como un elemento más en su paleta de pintor, como demostró en la magnífica muestra Un receso, de 1994, algunas de cuyas piezas se pueden ver en www.artealfredo.com. Y lo hace, entiendo, porque se toma la pintura demasiado en serio como para no bromear con ella, frente a tanto redicho que publicita sus exposiciones con la severidad impostada de un auto sacramental. Gracias a esa mirada discretamente burlona, Goñi da un toque efervescente a muchas de sus telas, como esa cálida Taweret, diosa hipopótamo egipcia, ligada a la buena suerte y al cuidado maternal de los niños, que invita a los espectadores a dejarse acariciar; o en el caso de Hator, diosa vaca también nilótica, que nos hace sonreír como en la mejor de las farsas inspiradas en Esopo. Humor como ingrediente para dar originalidad y sabor a temas pintados durante siglos. Mitificando el mito: siempre una parte real, heredada, y otra soñada, intuida por el artista.
Alfredo Goñi no vive de la pintura. Vive para la pintura. Por eso se permite el lujo de ir por libre y hacer lo que le viene en gana con su talento, técnica (y aquí reúne muchas) e imaginación. Siempre a su aire, más o menos como hacía Zeus en sus correrías, aunque sin las dosis de lujuria del griego, supongo que quizá un poco a su pesar. Es lo que tiene el matrimonio. No trabaja al dictado de la taquilla ni gasta ditirambos ante los programadores. Por eso expone menos de lo que nos gustaría, pero a cambio regala muestras como Diosas, sibilas y monstruos, que utilizan el teatro como marco preciosista para sumergirnos en un mundo mágico que está en la base de nuestra cultura. Un conjunto de cartones que está pidiendo a gritos que el artista salga de inmediato a proscenio a saludar, porque así lo reclama nuestro aplauso unánime.
Víctor Iriarte
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