sábado, 13 de enero de 2007

"Una y Dos", de Tennessee Williams, dirigida por Miguel Goikoetxandia


El "navarro" Tennessee Williams

Tennessee Williams, como su propio nombre no indica, nació en el estado norteamericano de Missouri. Y, además, presumía de navarro. Como lo leen. Thomas Lanier Williams (Columbus, 1911), nació en el seno de una familia patricia venida a menos que prácticamente fundó y dirigió durante un siglo el estado de Tennessee, de ahí que lo adoptara como sobrenombre literario.
En sus memorias, señala: “Mi padre era de ilustre linaje, por entonces un poco menguado por lo menos en cuanto a importancia. Era descendiente directo de John Williams, primer senador por Tennessee; de John Sevier, primer gobernador del estado; y de Thomas Lanier Wiliams I, primer canciller del Territorio Occidental (que era como se llamaba Tennessee antes de convertirse en estado). Según genealogías publicadas, los Sevier eran originarios del pequeño reino de Navarra, donde un miembro de la familia fue custodio de uno de los monarcas borbones. La familia se dividió más tarde en ramas religiosas de católicos y hugonotes. Los católicos conservaron el apellido de Xavier, mientras que los hugonotes lo cambiaron por el de Sevier al huir a Inglaterra cuando la matanza de san Bartolomé. La familia se adjudicaba, como más cercano representante de fama mundial, a san Francisco Javier, a quien se atribuye la evangelización de numerosos chinos: a mi modo de ver, una empresa gallarda pero quijotesca”.
Leído esto, y satisfecho nuestro ego foral, hablemos de uno de los más grandes autores teatrales de todos los tiempos, a quien se le atribuye la creación del drama moderno, en contraposición al drama realista. En el teatro decimonónico, los personajes podían ser buenos o malos, heroicos o vulgares, puros o perversos, pero permanecían inmutables a lo largo del drama, y a pesar de las circunstancias extraordinarias de la anécdota dramática. Por eso, se condenaban o redimían, pero no modificaban su esencia. En cierto sentido, no podían dejar de ser “personajes teatrales”, estereotipos zarandeados por el destino (en el teatro romántico) o la fatalidad (en el teatro realista).
Tennessee Williams estaba dotado de una asombrosa capacidad de observación psicológica, de ahí que sus personajes sean vulnerables a las experiencias vividas, modifican su esencia en función de los desgarros sufridos. Son reconocidos por el público, en definitiva, como “personas de carne y hueso”. Con Williams, el teatro ya no refleja ni inventa la realidad: la construye, con lo que ofrece una nueva perspectiva del teatro, mucho más crítica, personal e insólita.
Si a todo esto se añade una excelente construcción formal de sus dramas, el cuidado que pone en todos los elementos que intervienen en la representación (luz, músicas, colores, utilería, etc) porque todo lo que aparece en escena tiene valor de símbolo o de lo contrario sobra, y un lenguaje depuradísimo hasta lo esencial, donde no hay frase ni réplica gratuita, tenemos un nuevo teatro. Una forma nueva de drama que se extendió rápidamente por todo el mundo publicitado por los actores del “método Stanislavski”, para quienes sus obras son un caramelo y un reto, porque no se pueden representar desde el tópico. Son personajes con una enorme consistencia psicológica, que hay que interiorizar y construir en cada representación.
También popularizó la obra de Tennessee Williams el cine. Y aunque le dio fama y proyección a su teatro, perjudica una visión correcta de su obra dramática, porque el cine enriquece tanto como desvirtúa. Es difícil leer o ver representada una obra suya y expulsar de nuestra mente la imagen icónica tan poderosa que nos ha inducido la gran pantalla: comparamos a cualquiera que interprete a Kowalsky con Marlon Brando cuando revisamos Un tranvía llamado Deseo (1947); siempre vemos a Paul Newman en La gata sobre el tejado de cinc caliente (1955), a Elisabeth Taylor en Dulce pájaro de juventud (1959) o a Ava Gadner en La noche de la iguana (1961).

Una y Dos

El ciclo de teatro norteamericano contemporáneo propuesto por Iluna ha coincidido con el fallecimiento hace unos días de uno de sus más grandes autores, Arthur Miller, quien no fue premio Nobel por haberse casado por Marilyn Monroe, lo cual dice mucho del autor de La muerte de un viajante y mucho más de la Academia sueca. Es evidente que Eugene O’Neill (el padre putativo de ese teatro), Tennessee Williams y Arthur Miller son parada y fonda obligatoria de todo buen amante del teatro.
Los tres denunciaron las terribles contradicciones de la sociedad norteamericana: el desarrollo económico desigual, el miedo a una nueva crisis como la del 29, el consumo como panacea del bienestar o la amenaza permanente de la guerra. Sin embargo, Williams se distancia de los anteriores en que carece de una ética o doctrina, y por tanto nunca propone en sus textos una fórmula maravillosa que dé solución a los problemas que el drama plantea.
Varias son sus obsesiones: la muerte, el paso del tiempo y el sexo. Temas que han dado lugar a máximas de una belleza contundente, puestas en boca de sus personajes: “No fui a la Luna. Fui mucho más lejos. Porque el tiempo es la distancia más larga entre dos lugares”; “Siempre hay un tiempo para marchar aunque no haya un sitio a donde ir”; “Puedes ser joven sin dinero, pero no puedes ser viejo sin él”; “El éxito y el fracaso son igualmente desastrosos”; “No esperes el día en que pares de sufrir, porque cuando llegues sabrás que estás muerto”; “No creo que la tragedia sea posible en EE.UU. Nosotros no tenemos sentido trágico; estamos en la era de la tecnología. Cuando la melancolía nos golpea nos volvemos hacia algún aparato electrónico”; “Todos nos necesitamos mutuamente, y eso es lo que consideramos amor. Y el no necesitarse unos a otros es... odio”.
Miguel Goikoetxandia ha elegido un texto que refleja bien algunas de las constantes literarias de Tennessee Williams: una pieza donde apenas hay intriga y todo se centra en la expresión desgarrada de unos personajes inmersos en un ambiente opresivo (sólo al final de su vida se atrevió a confesar su homosexualidad), en un entorno que imaginan hostil y lastrados por sus represiones sexuales y sociales (consecuencia de una severa educación cuáquera en su infancia, un padre autoritario y la conciencia de desclasamiento). Lógico en un autor que afirmó: “Si la escritura es honesta no puede ir separada del hombre que la ha escrito”. No me puedo imaginar el mañana es una pieza breve protagonizada por dos personas que carecen de nombre: Una y Dos. Una es la única amiga de Dos y viceversa. Una padece una tara física que le impide caminar si no es con un gran esfuerzo. Dos es víctima de una profunda depresión. Esta enfermedad viene sugerida en el título de la pieza y es tema obsesivo en Williams, pues quedó marcado de niño por la esquizofrenia de su hermana Rose (la locura aparece en El zoo de cristal (1945, su primer éxito) y Un tranvía llamado Deseo) y él mismo padeció profundas depresiones, que intentó combatir con drogas y alcohol.
Comprender la enfermedad mental que subyace en el encuentro de Una y Dos es fundamental para entender el diálogo aparentemente banal de los personajes, que no conciben como será el día siguiente; personajes prototípicos de Williams, autor clave del teatro del siglo XX que falleció en 1983, a los 71 años, en una habitación del hotel Elysee de Manhattan (Nueva York). Una muerte dicen que nada heroica, pues lo encontraron en su cama, atragantado con la tapa de un frasco de pastillas para el insomnio. Contra lo que pueda parecer, a mí me parece una despedida a la altura de sus mejores dramas sobre gente corriente.

Víctor Iriarte
Febrero de 2005

1 comentario:

joaquin lopez dijo...

Al final, sus observaciones no hacen justicia a Williams porque él trató de sobrellevar su depresión a través del psicoanálisis,según cuenta en la biografía que usted cita, a raíz de sus sesiones terapéuticas y eso no es de gente común.