Sam Shepard, sin frontera a la vista
Hay un concepto clave para entender la mentalidad del norteamericano medio que explica tantas cosas inasibles para el europeo sobre su comportamiento, sus leyes o su manera aparentemente sencilla de razonar: es la llamada de la frontera. Estados Unidos es un país de colonizadores. Se hizo a sí mismo avanzando hacia el Oeste en apenas dos siglos, asentándose en un territorio hostil que hubo que limpiar de enemigos, roturar y civilizar. Pongan ustedes las comillas que deseen en cada uno de estos términos.
Hay un concepto clave para entender la mentalidad del norteamericano medio que explica tantas cosas inasibles para el europeo sobre su comportamiento, sus leyes o su manera aparentemente sencilla de razonar: es la llamada de la frontera. Estados Unidos es un país de colonizadores. Se hizo a sí mismo avanzando hacia el Oeste en apenas dos siglos, asentándose en un territorio hostil que hubo que limpiar de enemigos, roturar y civilizar. Pongan ustedes las comillas que deseen en cada uno de estos términos.
Conocer ese espíritu dinámico como pueblo ayuda a entender el perpetuo movimiento de su población, que casi ningún norteamericano viva allí donde ha nacido –ser PTV, si llegaran a entender ese término, que no creo, lo calificarían como demérito–; que la mera posibilidad de intentar implantar algo equivalente al DNI se vea como una agresión a la intimidad pues a fin de cuentas a todo chichifú se la pela de donde viene el vecino, ni cómo se llama, ni si su padre era mormón, murió ahorcado o llegó de Europa con sangre azul en sus venas, porque sólo cuenta el espíritu con el que uno se instala en la casa de al lado y trabaja para enriquecerse primero y beneficiar luego a su comunidad; o que la posesión de armas sea tan natural como el respirar, puesto que durante dos decenios prácticamente no hubo posibilidad de delegar en el señor conde o en el oficial de policía la responsabilidad de salvar el propio pellejo.
La llamada a la frontera tiene mucho de optimista, de apelación colectiva a arremangarse y ponerse manos a la obra, especialmente en tiempos de crisis. Recuérdese que en plena Guerra Fría, el mundo quedó impactado cuando los soviéticos pusieron a un hombre en el espacio, Yuri Gagarin, al que además trajeron de vuelta a casa vivo. La respuesta la dio J.F. Kennedy en uno de sus discursos memorables: retó a todo el país a conquistar una “nueva frontera”, el espacio, con lo que tocó la fibra sensible del contribuyente y encontró el dinero y los cerebros necesarios para que se cumpliera su promesa de poner un hombre en la Luna antes de que concluyera la década de 1960. Tras la matanza del 11-S, un presidente ex alcohólico, trilero y simplón apeló a la “frontera del mal” y ganó la reelección porque el americano medio, de nuevo, asumió como lógica esa misión, incluso aunque sus chicos se paseen con mucha menos solvencia por Irak que Amstrong y Aldrin por Base Tranquilidad.
Esa marcha hacia la frontera tuvo mucho de epopeya, como lo demuestra que haya dado lugar a un género literario y cinematográfico, el western, que es sobre todo un paisaje mental. Añadiré que la penúltima gran gesta literaria de Norteamérica también se hizo cabalgando –mejor rodando– hacia el Oeste, por las 2.400 millas de la Ruta 66, en Harley Davidson preferentemente. Me refiero a la “Generación Beat”, de Ginsberg o Kerouac, cuyo libro de culto se titula, significativamente, On the road (En el camino). Aquello dejó buenas páginas para la literatura aunque terminase, dicho en sentido real y en el figurado, con un “mal viaje”, cuando la emoción de hacer kilómetros se limitó a explorar las imágenes y sensaciones que suministraba la ingesta de cristales de LSD.
Hoy toca hablar de Sam Shepard. Hijo ilegítimo de los “Beat”, cuyo padre putativo entiendo que es un excepcional escritor, Raymond Carver, popularizado en España gracias a la película de Robert Altman Vidas cruzadas. En la obra de Shepard también hay caminos polvorientos, viejas camionetas Chevrolet más que aparcadas, abandonadas; solitarias cabinas de teléfono, mucho calor, grasientos bares de carretera donde sirven cansinamente litros de café aguachirle, huevos revueltos y hamburguesas con doble de queso; postes de gasolina con forma de peón e impersonales moteles de carretera, así como un paisaje humano formado por rudimentarios currelas con gorra de visera, abuelos con adornos de cowboy que pasean presumidos su hastío, señoras sentadas en los porches a media tarde viendo pasar la vida...
¿Cuál es la diferencia con los “Beat”? La América que aparece en Shepard, como en la de Carver, y de ahí viene tanto rollo como les estoy metiendo, es un mundo que ha perdido la épica de la frontera. Es un horizonte más allá del cual no hay donde ir, no hay posibilidad de huida, ni por tanto merece la pena el esfuerzo de intentar algo que no sea tener un buen pasar cada día. Más que personajes derrotados, son personas atrapadas en su propia desidia, como si un imán les impidiera cualquier esfuerzo novedoso, como si no concibieran la posibilidad del ser humano de reinventarse a sí mismo.
La llamada a la frontera tiene mucho de optimista, de apelación colectiva a arremangarse y ponerse manos a la obra, especialmente en tiempos de crisis. Recuérdese que en plena Guerra Fría, el mundo quedó impactado cuando los soviéticos pusieron a un hombre en el espacio, Yuri Gagarin, al que además trajeron de vuelta a casa vivo. La respuesta la dio J.F. Kennedy en uno de sus discursos memorables: retó a todo el país a conquistar una “nueva frontera”, el espacio, con lo que tocó la fibra sensible del contribuyente y encontró el dinero y los cerebros necesarios para que se cumpliera su promesa de poner un hombre en la Luna antes de que concluyera la década de 1960. Tras la matanza del 11-S, un presidente ex alcohólico, trilero y simplón apeló a la “frontera del mal” y ganó la reelección porque el americano medio, de nuevo, asumió como lógica esa misión, incluso aunque sus chicos se paseen con mucha menos solvencia por Irak que Amstrong y Aldrin por Base Tranquilidad.
Esa marcha hacia la frontera tuvo mucho de epopeya, como lo demuestra que haya dado lugar a un género literario y cinematográfico, el western, que es sobre todo un paisaje mental. Añadiré que la penúltima gran gesta literaria de Norteamérica también se hizo cabalgando –mejor rodando– hacia el Oeste, por las 2.400 millas de la Ruta 66, en Harley Davidson preferentemente. Me refiero a la “Generación Beat”, de Ginsberg o Kerouac, cuyo libro de culto se titula, significativamente, On the road (En el camino). Aquello dejó buenas páginas para la literatura aunque terminase, dicho en sentido real y en el figurado, con un “mal viaje”, cuando la emoción de hacer kilómetros se limitó a explorar las imágenes y sensaciones que suministraba la ingesta de cristales de LSD.
Hoy toca hablar de Sam Shepard. Hijo ilegítimo de los “Beat”, cuyo padre putativo entiendo que es un excepcional escritor, Raymond Carver, popularizado en España gracias a la película de Robert Altman Vidas cruzadas. En la obra de Shepard también hay caminos polvorientos, viejas camionetas Chevrolet más que aparcadas, abandonadas; solitarias cabinas de teléfono, mucho calor, grasientos bares de carretera donde sirven cansinamente litros de café aguachirle, huevos revueltos y hamburguesas con doble de queso; postes de gasolina con forma de peón e impersonales moteles de carretera, así como un paisaje humano formado por rudimentarios currelas con gorra de visera, abuelos con adornos de cowboy que pasean presumidos su hastío, señoras sentadas en los porches a media tarde viendo pasar la vida...
¿Cuál es la diferencia con los “Beat”? La América que aparece en Shepard, como en la de Carver, y de ahí viene tanto rollo como les estoy metiendo, es un mundo que ha perdido la épica de la frontera. Es un horizonte más allá del cual no hay donde ir, no hay posibilidad de huida, ni por tanto merece la pena el esfuerzo de intentar algo que no sea tener un buen pasar cada día. Más que personajes derrotados, son personas atrapadas en su propia desidia, como si un imán les impidiera cualquier esfuerzo novedoso, como si no concibieran la posibilidad del ser humano de reinventarse a sí mismo.
Recuerden al protagonista de París, Texas, de Wim Wenders, cuyo guión es de nuestro autor: un hombre que cree haberlo perdido todo, que carece de la más mínima opción de explicarse a sí mismo, y que camina y camina sin ninguna meta. Eso es Shepard, la renuncia a la esperanza. Si todavía no lo han captado, busquen cualquier imagen de Edward Hooper y deténganse ante ella un buen cuarto de hora: verán esas postales desoladas, personajes anónimos, tonos fríos, la turbadora inacción que transmite el lienzo, la profunda desazón, con un punto de inquietud, que produce. Esa misma depuración que hace Hooper con el pincel, la calca en su escritura Shepard. Lean uno de sus cuentos y sabrán más de él que si les añado que nació en Fort Sheridan (Illinois) en 1942, que ganó el Pulitzer en 1979 por Buried Child (Niños enterrados) y que por aquí se ha representado mucho True West (El verdadero Oeste); o que los cinéfilos lo reconocen como buen actor en Días del cielo, Elegidos para la gloria o Frances, en esta última acompañando en el reparto a su esposa, Jessica Lange, cuya imagen por cierto nos devuelve la frustración de no haber conseguido una chica igual a ella, como soñábamos no hace tantos años.
¿Gatos de Proust junto a un trozo del Muro de Berlín?
Van a tener la oportunidad hoy de conocer de manera cómoda el lenguaje literario de Sam Shepard: su estilo depurado, suscinto, conformado a base de monólogos y diálogos aparentemente insustanciales protagonizados por personas anónimas, sin nombre, y escrito con un vocabulario que competiría con opciones de ganar un campeonato de simplezas, pero que, sin embargo, siempre incluye, como de pasada, una ligera insinuación, un apunte que desemboca en finales abiertos y profundamente turbadores. Verán unas escenas, apenas sketches, que explican menos de lo que sugieren, como toda buena literatura.
La puesta en escena de la segunda parte del ciclo Pequeñas obras de grandes autores, curso 2004-2005, corresponde al veterano grupo Iluna Teatro, que ofrecerá en los próximos tres meses un interesante panorama del teatro norteamericano. Pedro Izura, el director hoy, se ha acercado a la librería para traernos un pedazo de pastel Shepard pero no ha ido a los estantes de Teatro, sino a los de Narrativa. Comprobarán al final de la velada que da lo mismo, porque casi toda la prosa del norteamericano tiene mucho de teatral y de teatralizable.
El gran sueño del paraíso es una colección de relatos breves, 18 en total, que comparten estilo y paisaje, pero cuyos personajes y situaciones no están relacionados entre sí. Pedro Izura ha escogido tres de ellos y ha hecho un trabajo de dramaturgia para sugerir una tibia hilazón entre las tres historias, una apuesta inteligente pero de comprobada efectividad, pues lo mismo hizo Altman al realizar Short Curts, de Carver, del que hemos hablado a vuelta de folio. Izura, en su condición de crítico teatral de un medio local, acostumbrado a señalar públicamente defectos en otros, se cubre en cierto modo las espaldas, lo cual es buena señal.
Uno de los relatos que ha escogido se titula Un trozo del muro de Berlín. Se trata de un monólogo de un chico de secundaria, agobiado porque tiene que hacer un trabajo de Geografía y explicar cómo era el mundo en el decenio en que nació, el de 1980. Contra lo que espera, su padre no puede ayudarle. “Mi padre está como una puta cabra. En serio. No me di cuenta durante mucho tiempo, pero lo está. Mi hermana sabe más sobre los ochenta que mi padre, y sólo tiene un año y pico más que yo”. El adulto no recuerda nada –o no quiere recordar, nunca lo sabremos– y es la hermana quien le ayuda con un préstamo memorable: un pedazo del Muro de Berlín. Así de sencillo, pero así de sugerente, pues no dejamos de preguntarnos cómo es en el fondo el padre, qué fue de la madre...
Los gatos de Betty tiene la rara virtud de dejarte mal cuerpo. La apuesta de Shepard es radical, incluso estilísticamente. Es un diálogo a base de frases cortas, pero ni siquiera se toma la molestia de escribirlo con guiones, como marca la cortesía tipográfica. Y no hay ninguna acotación. Nada. Sólo dos voces, dos ecos. Suponemos que el escenario puede ser una roulotte que hace las veces de vivienda, aunque sólo lo sospechamos por fragmentos de la conversación crispada. No sabemos quién es o qué relación tiene con Betty la persona que le reprocha con exceso de amabilidad su actitud con los gatos y los problemas que le puede acarrear mantenerlos a su lado. Pero lo que sin duda asusta es la forma de razonar de Betty, la catástrofe emocional que se le intuye y la debilidad de su estado de ánimo. Llega a conmovernos cuando repite su sentencia: “No hay nada que hacer”.
Finalmente, la guinda de la velada es No era Proust, diecinueve páginas de una conversación intrascendente sobre una anécdota trivial que protagoniza un matrimonio que entra en la cuarentena con buena posición social, dos niños encantadores (en fotografía) y toneladas de aburrimiento en su vida marital. O eso intuyo, pero toda lectura es libre y ustedes tienen la última palabra. Ambos charlan de la aversión de él hacia los franceses y ella le va sonsacando por qué de su mala impresión: él le narra un incidente desagradable en París, aunque bastante corriente, antes de que ambos se conocieran. Un diálogo curioso porque a ella no le importa tanto la información que recibe –aunque le ayuda a verter con educada bilis algunos reproches sobre anteriores parejas y sobre la forma de ser del varón– como, sobre todo, le permite sacarlo de sus casillas, con esa habilidad innata de que disponen los homínidos con dos cromosomas XX en sus células. Lo verdaderamente interesante es que esa conversación tiene bastante más trillita de la que asoma.
Sam Shepard suele repetir que detesta el teatro, pero no sé a quienes se lo dice, porque nunca concede entrevistas a los medios de comunicación. Se enorgullece de no tener éxito y se jacta de haber ganado el Pulitzer cuando su obra ya había sido retirada de la cartelera por falta de público. Sin embargo, ha firmado más de 40 obras dramáticas y varios guiones cinematográficos de calidad y es autor asociado de varios de los teatros de repertorio americano más prestigiosos del país, como el Stemmwolf Theatre de Chicago o el American Conservatory Theatre de San Francisco. Quizá todo sea una pose en la misma línea de su obra literaria: esconder más de lo que expresa, hacer poesía de lo prosaico, descubrir lo mucho que se oculta tras una aparente banalidad.
Víctor Iriarte
Enero de 2005
¿Gatos de Proust junto a un trozo del Muro de Berlín?
Van a tener la oportunidad hoy de conocer de manera cómoda el lenguaje literario de Sam Shepard: su estilo depurado, suscinto, conformado a base de monólogos y diálogos aparentemente insustanciales protagonizados por personas anónimas, sin nombre, y escrito con un vocabulario que competiría con opciones de ganar un campeonato de simplezas, pero que, sin embargo, siempre incluye, como de pasada, una ligera insinuación, un apunte que desemboca en finales abiertos y profundamente turbadores. Verán unas escenas, apenas sketches, que explican menos de lo que sugieren, como toda buena literatura.
La puesta en escena de la segunda parte del ciclo Pequeñas obras de grandes autores, curso 2004-2005, corresponde al veterano grupo Iluna Teatro, que ofrecerá en los próximos tres meses un interesante panorama del teatro norteamericano. Pedro Izura, el director hoy, se ha acercado a la librería para traernos un pedazo de pastel Shepard pero no ha ido a los estantes de Teatro, sino a los de Narrativa. Comprobarán al final de la velada que da lo mismo, porque casi toda la prosa del norteamericano tiene mucho de teatral y de teatralizable.
El gran sueño del paraíso es una colección de relatos breves, 18 en total, que comparten estilo y paisaje, pero cuyos personajes y situaciones no están relacionados entre sí. Pedro Izura ha escogido tres de ellos y ha hecho un trabajo de dramaturgia para sugerir una tibia hilazón entre las tres historias, una apuesta inteligente pero de comprobada efectividad, pues lo mismo hizo Altman al realizar Short Curts, de Carver, del que hemos hablado a vuelta de folio. Izura, en su condición de crítico teatral de un medio local, acostumbrado a señalar públicamente defectos en otros, se cubre en cierto modo las espaldas, lo cual es buena señal.
Uno de los relatos que ha escogido se titula Un trozo del muro de Berlín. Se trata de un monólogo de un chico de secundaria, agobiado porque tiene que hacer un trabajo de Geografía y explicar cómo era el mundo en el decenio en que nació, el de 1980. Contra lo que espera, su padre no puede ayudarle. “Mi padre está como una puta cabra. En serio. No me di cuenta durante mucho tiempo, pero lo está. Mi hermana sabe más sobre los ochenta que mi padre, y sólo tiene un año y pico más que yo”. El adulto no recuerda nada –o no quiere recordar, nunca lo sabremos– y es la hermana quien le ayuda con un préstamo memorable: un pedazo del Muro de Berlín. Así de sencillo, pero así de sugerente, pues no dejamos de preguntarnos cómo es en el fondo el padre, qué fue de la madre...
Los gatos de Betty tiene la rara virtud de dejarte mal cuerpo. La apuesta de Shepard es radical, incluso estilísticamente. Es un diálogo a base de frases cortas, pero ni siquiera se toma la molestia de escribirlo con guiones, como marca la cortesía tipográfica. Y no hay ninguna acotación. Nada. Sólo dos voces, dos ecos. Suponemos que el escenario puede ser una roulotte que hace las veces de vivienda, aunque sólo lo sospechamos por fragmentos de la conversación crispada. No sabemos quién es o qué relación tiene con Betty la persona que le reprocha con exceso de amabilidad su actitud con los gatos y los problemas que le puede acarrear mantenerlos a su lado. Pero lo que sin duda asusta es la forma de razonar de Betty, la catástrofe emocional que se le intuye y la debilidad de su estado de ánimo. Llega a conmovernos cuando repite su sentencia: “No hay nada que hacer”.
Finalmente, la guinda de la velada es No era Proust, diecinueve páginas de una conversación intrascendente sobre una anécdota trivial que protagoniza un matrimonio que entra en la cuarentena con buena posición social, dos niños encantadores (en fotografía) y toneladas de aburrimiento en su vida marital. O eso intuyo, pero toda lectura es libre y ustedes tienen la última palabra. Ambos charlan de la aversión de él hacia los franceses y ella le va sonsacando por qué de su mala impresión: él le narra un incidente desagradable en París, aunque bastante corriente, antes de que ambos se conocieran. Un diálogo curioso porque a ella no le importa tanto la información que recibe –aunque le ayuda a verter con educada bilis algunos reproches sobre anteriores parejas y sobre la forma de ser del varón– como, sobre todo, le permite sacarlo de sus casillas, con esa habilidad innata de que disponen los homínidos con dos cromosomas XX en sus células. Lo verdaderamente interesante es que esa conversación tiene bastante más trillita de la que asoma.
Sam Shepard suele repetir que detesta el teatro, pero no sé a quienes se lo dice, porque nunca concede entrevistas a los medios de comunicación. Se enorgullece de no tener éxito y se jacta de haber ganado el Pulitzer cuando su obra ya había sido retirada de la cartelera por falta de público. Sin embargo, ha firmado más de 40 obras dramáticas y varios guiones cinematográficos de calidad y es autor asociado de varios de los teatros de repertorio americano más prestigiosos del país, como el Stemmwolf Theatre de Chicago o el American Conservatory Theatre de San Francisco. Quizá todo sea una pose en la misma línea de su obra literaria: esconder más de lo que expresa, hacer poesía de lo prosaico, descubrir lo mucho que se oculta tras una aparente banalidad.
Víctor Iriarte
Enero de 2005
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