Ha fallecido Miguel Delibes, novelista, pero también hombre de teatro, ya que sus narraciones fueron dramatizadas, varias de ellas con extraordinario éxito de público. Esa labor nunca la hizo directamente, sino que la confiaba a otro escritor, Ramón García Domínguez, navarro por cierto, autor reconocido especialmente en literatura para niñosy como biógrafo y hombre de confianza del vallisoletano. Por ambos motivos, tenía que contarlo en éste mi blog, que es también el de mis improbables lectores.
Yo trabajé en El Norte de Castilla y ahora lo llevo como una medalla. Da prestigio, aunque entonces no lo viviera así. Allí empecé mi labor periodística y allí me formé en el oficio y conocí a gente que me dejó huella. Ha llovido. Entré en 1987, me volví para terminar la carrera, me llamaron y regresé con el título, me cambié a otra redacción por probar otras cosas en el periodismo y regresé al rotativo decano de España hasta que en 1994 dejé Valladolid por Pamplona definitivamente.
Ustedes habrán leído y escuchado y visto mucho estos días sobre Miguel Delibes. La mayoría a mi me sobraba. En general, lo escrito y publicado es superficial, desinformado, grandilocuente o de un laudatorio que tira para atrás. Sólo me he reconocido en un artículo, el de una ex compañera del periódico, que he decidido traer a mi blog. Ahí va:
El despacho de Delibes
MARÍA EUGENIA MARCOS
La redacción de El Norte de Castilla de la calle Duque de la Victoria, esquina Montero Calvo, ocupaba una mínima parte del vetusto edificio; los talleres de linotipias y la administración tenían más amplio asiento, aunque no mejor acomodo. La casa no daba para más. Eran mediados los setenta cuando yo conocí a Miguel Delibes. El escritor aún iba con regularidad al cuchitril que llamábamos su despacho, en el periódico. Sin ventanas, encajado entre el pasillo de los teletipos y la redacción, tan mínimo espacio era compartido con Domingo Criado, el pintor y dibujante de chistes, que tenía una mesa. Delibes, un viejo escritorio.
La exigua redacción resultaba ruidosa y caótica. Faltaban mesas y sobraba polvo y desvencijamiento, pero al otro lado de la pared trabajaba una leyenda del periodismo. Los martes era día de "consejillo", una especie de sanedrín de los principales accionistas del periódico; en realidad, una animada tertulia de amigos, a la que Miguel Delibes asistía con fidelidad. Allí compartían una hora larga Fernando Altés Villanueva, Rubio Sacristán y, entrando y saliendo, Jiménez Lozano.
Yo asistí los meses últimos, justo antes de que desaparecieran aquellas reuniones en 1993. No eran hombres con prisas, ni de actualidades perentorias propias del periodismo. Se hablaba de lo humano más que de lo divino y de historias compartidas más que del discurrir del rotativo y su gente. Cuando esto último ocurría, la redacción no recibía buenas noticias. Escuchaba quejas sobre alguna información inapropiada, olvidos considerados inaceptables, textos deficientes. Los nubarrones de tormenta, Miguel Delibes los escenificaba abriendo la delgada agenda de pastas marrones donde apuntaba impresiones propias y lamentos ajenos, derramados por algún convecino sobre sus oídos. La amenaza, pasados los días, concluía en simple chubasco las más de las veces.
Cuando El Norte pasa a tener como principal accionista al entonces Grupo Correo, los martes dejaron de ser la única obligación fija de día y hora con el periódico. Su control correspondía a otros, aunque el escritor siguió como consejero y como vigilante de unas páginas que cambiaban su imagen a un ritmo acelerado, tras largos años de vida sosegada, donde las novedades tecnológicas duraban una generación.
La figura del escritor se hallaba enredada sin disolución con el periódico, otorgándole prestigio mítico. El novelista siempre correspondió prestando a diario atención a "las cosas raras que hacen ahora los periódicos”. Cuando yo lo conocí en los setenta frecuentaba aún el edificio de Duque de la Victoria, donde recibía abundante correspondencia, que contestaba a mano. En el espartano cuartito no había máquina de escribir. En contadas ocasiones entró en la redacción, lo que no significaba indiferencia, ya que no rehuía la charla amigable con quien se cruzara en su camino. Recuerdo que la llegada del tipómetro en auxilio de los que ajustaban los textos en las páginas le pareció un invento difícil de encajar en la rutina de El Norte. Cuando se generalizó el uso de la regla de medir líneas, aceptó que el caos tuviera remedio.
Los redactores estábamos atentos a su presencia. Cuando le oíamos rebullir en el cuartito siempre alguien decía: «Está Delibes», y las voces bajaban el tono. Con la única separación de un delgado tabique, los periodistas sabían que al lado estaba el mayor referente del prestigio de El Norte de Castilla, el hombre por cuya vida y persona serían interrogados cuando dijeran que trabajaban en el diario decano de la prensa nacional. Ninguno habíamos estado a sus órdenes directas, pero conocíamos, amen del renombre de su obra literaria, sus vicisitudes dentro de la casa como si las hubiéramos compartido. Las anécdotas vividas se mezclaban con las contadas. Y al final, la redacción de El Norte forjó su propia leyenda sobre Miguel Delibes con luces y sombras, que la autoridad, incluida la que mana del mito, siempre es controvertida, pero le acerca a su auténtica humanidad. Nadie en El Norte será ya interrogado sobre el Delibes presente, ahora las preguntas versarán sobre la huella imperecedera del escritor en el diario, impronta que siempre permanecerá anclada entre las páginas de un periódico al que elevó a los primeros puestos de la prensa nacional.
Para hacerse una idea cabal del escritor, tienen lo publicado en prensa y esto que sin duda nadie publicará pero que les puede orientar, pulsando aquí.
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