sábado, 13 de enero de 2007

"Declaración de Guillermo", adaptación de un relato de Bernardo Atxaga escrito y dirigido por Ángel Sagüés


José Irazu, que anhelaba escribir

“Así que un día nos ponemos a escribir. Cualquier día (generalmente cuando cae la noche) tomamos cuartillas baratas, nos sentimos diferentes y nos ponemos a escribir. Sólo porque nos sentimos culpables, cerramos las puertas, empequeñecemos la luz, bajamos la radio (qué sería de nosotros si nos descubrieran). Y buscamos las palabras exactas, las que aún no han sido profanadas del todo, las que no se han vendido todavía y las que aún nos permiten tomar de balde. Y escribimos de balde, aunque, a veces (es verdad) nos vendemos. Pero no nos pagan demasiado. Sobre todo a los que escribimos de noche (cualquier día, qué más dará) un tanto tristes y asustados”.
Acaban ustedes de leer el comienzo del primer texto que vio publicado en su vida José Irazu, de segundo Garmendia, guipuzcoano de Asteasu, entonces un chaval de 20 años, remitido desde su domicilio de la calle Mayor de Andoain al periódico El Norte de Castilla, de Valladolid. El acontecimiento (entonces no lo fue, claro está, hoy sí se puede calificar así) tuvo lugar el 27 de junio de 1971 y fue escogido por ser el mejor de los recibidos esa semana, lo que le permitía optar al premio Francisco de Cossío, que no ganó, y que convocaba ese diario, la cabecera viva más antigua del país (honor que se lo disputa El Faro de Vigo) y el de más recio abolengo literario (eso sin discusión), pues por la casa han pasado Cossío, Delibes, Umbral, Martín Descalzo, Jiménez Lozano, Manu Leguineche, Martín Garzo, entre otros... Y, curiosamente, también el patriarca de las letras vascas, con un texto en castellano.
Los que anhelamos escribir se titulaba aquel trabajo de tres folios –que es también toda una declaración de intenciones–, y fue escrito con una Olivetti propiedad de un compañero de residencia, de nombre Bernardo, que le prestó la máquina y también la mitad del seudónimo. El otro lo aportó la familia: Atxaga es el único de sus apellidos que aparecía repetido. En aquella época había que colocarse un seudónimo porque se vivía en un estado de excepción perpetuo, escribir era un acto político y había miedo. El tal José, hoy Bernardo Atxaga, estaba matriculado en Económicas en Bilbao, porque era la única carrera que se podía estudiar entonces cerca de casa. Tampoco fue mala la elección, si nos atenemos a su primer artículo: “Además, la economía no es tan mala, sobre todo cuando se estudia con textos, estadísticas y filosofías prohibidas. Hay algunos que, con la economía (o cualquier otro trabajo) han logrado morirse con dulzura, seguros de no haber vivido en vano. Hasta la época de los 65, hasta que me ponga a escribir o fumar, igual tengo la suerte de ser como los que se mueren con dulzura”.
Pero Bernardo Atxaga no esperó hasta los 65 para ponerse a escribir. Lo hizo en euskera, un idioma que se aprestaba a entrar en el siglo XXI con un limitado bagaje narrativo. Publicó Etiopía en 1978, literatura para niños y Bi Anai (Dos hermanos) en 1984 antes de confirmar a propios y deslumbrar a extraños con Obabakoak (Los de Obaba), en 1988, primera novela que gana el Premio Nacional de Narrativa Española; esto es, la mejor novela publicada ese año en todos los idiomas del país. Una novela formal y temáticamente desconcertante, que descubre a un excelente lector de la mejor literatura occidental y a un extraordinario escritor. “Es que no parece vasco”, escribió un piernas, como sorprendido de no encontrarse al protagonista tocando la txalaparta. Cuando todos esperan que siguiera esa línea, rompe con novelas que no eluden la realidad del momento: Gizona bere bakardadean (El hombre solo, 1993) o Zeru horiek (Esos cielos, 1995). Y vuelve a dar un golpe de timón: ejercicios formalistas en torno a los alfabetos, artículos periodísticos, poemas, canciones, guiones cinematográficos y relatos por entregas, como Un espía llamado Sara, de 1996.
Durante la presentación de ese libro es entrevistado en Pamplona y la conversación se detiene en Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana, episodio central de Obabakoak, cuya lectura es especialmente recomendable. En ese villorrio palentino se refugió a escribir. Como si la conversación fuera siguiendo el curso de uno de esos alfabetos que tanto le gustan, se deja llevar: por ese pueblo pasa el Pisuerga, y aguas abajo está Valladolid, donde se le publicó por primera vez. Recuerda haber recibido dos ejemplares del periódico junto a la gratificación: uno lo prestó a un (mal) amigo y si te he visto no me acuerdo. Su madre, por error, utilizó el otro para acolchar trastos en una mudanza, seguramente el cometido más noble que puede tener hoy un periódico ahora que ya no se usa para envolver bocadillos, pero que hizo que Los que anhelamos escribir dormitara el sueño de los justos 26 años.
Una llamada al periódico del interlocutor de Atxaga, una búsqueda nerviosa en la hemeroteca (al autor le bailaba el año de publicación) y por fin la recuperación de aquel texto iniciático, que vuelve a ser publicado el 4 de mayo de 1997, con entrevista a doble página, en la que el autor reconoce estar enredado en un nuevo proyecto: “Ahora estoy en un delicioso momento del alumbramiento de una novela. Es cuando te pasas horas imaginando y va tomando forma. Si la idea es tan buena como me parece, el resultado será bueno. Pero a veces pasa como con los sueños, que se desvanecen a medida que intentas recordarlos. Se llamará El hijo del acordeonista...”. Noviembre de 2004. La novela está por fin en las librerías; en las calles de Pamplona Montxo Armendáriz reescribe en celuloide Obabakoak y en el Teatro Gayarre se escenifica un texto de José Irazu, de segundo Garmendia, guipuzcoano de Asteasu. Se cierra el círculo. Uno que anhelaba escribir y toda la basca, en el patio de butacas, anhelando verle representado.

Desde Rute, con nostalgia

El prologuista de la sesión de Pequeñas obras de grandes autores, que es el abajo firmante, que soy yo, tiene por tercera vez este curso la puñetera encomienda de entretener la espera hablando de una representación teatral que no ha podido ver, ni siquiera intuir a partir de la lectura de un texto dramático, que es algo que suele dar como bastantes pistas, porque no hay tal. Ángel Sagüés vuelve a aprovechar el ciclo para reconvertir una narración, hoy de Bernardo Atxaga, en teatro. Una excelente narración, todo hay que decirlo. Tendremos que fiarnos de nuestras intuiciones. Hay cuatro actores anunciados en el programa de mano –dos varones y dos mujeres– para esta Declaración de Guillermo, por la que pululan bastantes personajes más, de ahí que esperemos ansiosos el trabajo de dramaturgia del director. Centrémonos en el relato, publicado en agosto de 2000 en un suplemento dominical. Está escrito desde un único punto de vista, el de Guillermo, claro está. Es éste quien narra en primera persona lo que le pasó a Pepe a los dos años de llegar ambos desde Rute, en Córdoba, a un pueblo aladico de Bilbao a trabajar en una fábrica.
Una sola voz, un único punto de vista. El de un maketo, Guillermo, que percibimos poco viajado pero inteligente por buen observador; un hombre serio, formal, respetuoso y afable. “A mí no me gustan los que no se respetan a sí mismos. Para esas cosas, yo soy de raíz muy honda”, declara. Algo torpe al explicarse, eso sí, porque no concreta. Pero tampoco es que haga falta: sabemos por los títulos de las películas que ve en el cine, y porque no hay manera en que nos pongamos de acuerdo en si toreo es lo del Viti o lo del Cordobés, que estamos a finales de la década de 1960 o principios de la de 1970.
Declaración de Guillermo es la historia de dos emigrantes y de cómo uno, Guillermo, se adapta al nuevo escenario que traza la legítima búsqueda de sus garbanzos, y de cómo el otro, Pepe, no lo consigue porque, como dice Garmendia, el del taxi, siempre hablando a voz en grito, tiene “un flanco abierto”. Ha dejado a su prometida a 1.000 kilómetros y la distancia al principio, y la nostalgia después, y el miedo a perderla luego, y finalmente los celos enfermizos, calafateados de remordimiento tras una noche de putas, acaban por agriarle el carácter y lo abocan a un desenlace trágico.
Guillermo reconoce nada más llegar su desorientación escuchando una lengua, el vasco, que parecía imposible de entender “incluso para los naturales del país”. “¡Pepe, esto no es España!”, le dice a su amigo, que se burla de él. Pero se hace. Se acomoda de patrona con Doña Concha, una señora especial, “pero especial a la manera buena”, y sorprendente: “Hasta que la conocí, yo no concebía que una mujer pudiera ser entendida en ciclismo”, dirá. Y trabaja, y hace amistades, y se atreve un domingo a sacar a bailar a la chavala que siempre se está riendo de él, lo mismo por el acento -“Icasialdec hizquetan andaluza; es decir, ¿has aprendido ya a hablar, andaluz?”- que por comer los tomates crudos, en ensalada.
Guillermo se hace, pero no hay tu tía con Pepe, que vive en dos lugares a la vez, “lo cual no significa que viviera doble, sino que vivía la mitad o no vivía en ninguna parte, porque se pasaba el día escribiendo cartas”, o llamando por teléfono a Herminia. “Una cursilada”, que decía Garmendia, para quien casi todo en esta vida es una cursilada: desde tener foto de la novia en la mesilla a la película Los comancheros. El relato avanza: los protagonistas tienen la perra suerte de cruzarse con el médico del pueblo, que no era “buena gente”. Él es quien enciende de celos a Pepe, quien encizaña, quien ahonda en la herida del joven. “Parece mentira que la única persona con cultura en aquel bar fuera la más dañina, porque yo sé que eso no suele ser así, pero nada es más cierto que lo que digo”, apunta el protagonista.
Y así van pasando los meses. Gullermo supera distintas etapas con la chavala del baile de los domingos, que se llama Dorotea, y que es más del país que las manzanas: pasa del “ecarri mushua, es decir, de los besos”, al “ezcontzian bai orain ez, en la fase de cuando nos casemos sí ahora no, quiero decir”. Y siguen bailando juntos, y viendo películas, y haciendo planes de futuro, mientras Pepe se vuelve huraño y achaca todos sus males a la gente del pueblo, a lo raros que eran, y se aísla, y pasa por confidente de la Guardia Civil, y le grita a su amigo de la infancia con amargura: “¡Esto no es España, Guillermo!”. Sólo que Guillermo, que se había pronunciado igual dos años antes fruto de su asombro ante lo desconocido, ahora no está de acuerdo, pero no puede ayudarle. Ya no puede ayudarle.
Finalmente, Pepe se inventa que Herminia ha muerto y le pide a Garmendia que le lleve en taxi, de una tacada, hasta Rute, el pueblo de Gómez de Moral, “buen ciclista, buen rodador”, como diría Doña Concha. Llega, paga el viaje, se despide en la puerta del cementerio, entra y se pega un tiro para terminar su sinvivir. La moraleja no la ponen Guillermo y Dorotea, pues bastante liados andan ahora que acaban de tener su primer hijo. Ni Herminia, que también ha sido madre no hace mucho. La pongo yo, que para eso me pagan y porque intuyo que Atxaga nos viene a decir que da igual el terruño que elijamos para instalarnos. Para estar a gusto con el mundo tenemos que estarlo con nosotros mismos. Me da que ni el propio Garmendia, con lo que es, se atrevería a afirmar que tal aserto es una cursilada.

Víctor Iriarte
Noviembre de 2004

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