Y descubrimos por Rulfo que todo empezó Comala
Seguramente muchos de los espectadores que hoy asisten al Teatro Gayarre compartieron hace tres decenios el impacto brutal que supuso la lectura arrebatadora de Cien años de soledad. Aquella novela de Gabriel García Márquez, quien precisamente estos días vuelve a regalarnos con una nueva ficción, suponía un vuelco espectacular a la forma de narrar hasta entonces conocida: era extraordinaria la manera de envolverte con adjetivaciones imposibles, era inevitable el deslumbramiento que suponía esa catarata de personajes, hechos y situaciones que se sucedía a velocidad vertiginosa en una sola página y, sobre todo, era subyugante la escritura torrencial que hacía creíble la llegada a Macondo de una turbamulta de gitanos que arrastraba imanes, se movía en alfombras voladoras y predecía que la muerte de un Buendía sería comunicada a la madre por un hilillo de sangre que recorrería las calles de todo el pueblo antes de entrar hasta la mismísima cocina donde ella se afanaba en la producción de animalitos de caramelo que por un tiempo extenderían la enfermedad del olvido por toda la comarca.
Lo llamaron el “boom” de la narrativa hispanoamericana y críticos sesudos bautizaron aquella nueva forma de ver el mundo como “realismo mágico”, para enfado de quienes desde allí defendían, incluso con razones, que la realidad en el continente no sigue las leyes de la física que estudiamos en el bachillerato. Lectores más viajados nos miraban displicentes: el asombro procedía de la falta de referentes; esa forma de narrar ya estaba en los cronistas de Indias. Podía ser cierto, pero aquella era una mirada ingenua, adánica, y ésta tenía todas las mañas asimiladas de una lectura atenta de Faulkner.
Por eso, la auténtica sorpresa llegó cuando nos dijeron que no fue en Macondo ni en Yoknapatawha donde surgió esta nueva peripecia lectora, sino en un pueblo incierto, en Comala; y que el padre de esa narrativa se llamaba Juan Rulfo. Un escritor agónico y misterioso, que abrió y cerró su carrera literaria entre los años 1945 y 1955 con sólo dos títulos, e incontestables: la colección de cuentos El llano en llamas y el relato Pedro Páramo. La lectura de esta novela también tuvo carácter de revelación. Cuenta la llegada a Comala de Juan Preciado, que ha prometido a su madre moribunda ajustar cuentas con su padre, el cacique, cuyo nombre da título al relato. Son apenas 80 páginas, pero de una densidad que asombra. Juan dialoga con los habitantes fantasmales de ese pueblo extraño y misterioso, poblado por una caterva de desheredados de la tierra que le dan noticias de Pedro Páramo, hasta que el lector descubre, casi al mismo tiempo y con el mismo asombro que el del protagonista, que Pedro Páramo está muerto, que todos los que pululan por Comala como extraviados en el espacio y en el tiempo son ánimas en pena, y que el propio Juan Preciado también ha dejado el mundo de los vivos.
Pedro Páramo se publicó en 1955 en la revista Pan, y podemos hacer el chiste fácil de decir que ese sencillo cuadernillo hizo de nuevo el milagro de multiplicarse y saciar el hambre literaria de varias generaciones. Porque ese año acabó la escritura de tinte realista y regionalista, es decir, decimonónica, que se había producido hasta entonces en México, y supone la ruptura sin contemplaciones con los viejos modos de novelar en la América hispana. Una ruptura radical en las formas, pero no en los contenidos, pues conserva obsesiones eternas: la soledad y la muerte como gran protagonista, la violencia sempiterna, el poder como ejercicio despótico del capricho, el desencanto ante la conciencia de la peripecia humana, el lamento de los miserables, la historia como expresión vivida de la derrota.
De su autor sabemos que fue hijo de Juan Nepomucemo Pérez Rulfo y María Vizcaíno Arias y que nació cerca de la aldea de San Gabriel, parroquia de Sayula, estado de Jalisco, en 1918. Cinco años después, ese niño de ojos despiertos contemplaría el asesinato de su padre, y antes de alcanzar la madurez, vería morir violentamente a todos sus tíos paternos en las luchas entre revolucionarios y cristeros de la década más turbulenta de México. Con 9 años pierde a su madre y Juan Rulfo y sus tres hermanos viven con su abuela en distintas ciudades. Intenta sin éxito los estudios universitarios y aprende lo que le queda por saber de la verdad de la vida vendiendo por todo el país llantas para vehículos como agente de la Goodrich Euzkadi. De su biografía, poco más: lo sabemos tímido, retraído, amable. Buen fotógrafo, ha dejado una importante colección de instantáneas de notable valor etnológico y artístico. Quizá lo más aventurero y triunfal de su existencia fue haber podido derretir de amor a Clara Aparicio, once años más joven, con una correspondencia de una dulzura poética singular, que le permitió llevarla al altar y hacerle dos hijos. Colaboró desde joven en revistas literarias e intentó la carrera literaria pero sólo de verdad por un decenio. Su salto al cine tampoco fue lustroso: sus cuentos inspiraron menos de media docena de cortos y largometrajes. Anunció en el 66 una novela, La cordillera, de la que nada se supo. Por fortuna para sus lectores, su viuda publicó aquellas cartas de amor de comprobada efectividad.
Se reconoció, las pocas veces que concedió entrevistas, un moribundo sempiterno. Su infancia triste quizá le atrofió los resortes de la alegría necesarios para disfrutar del Premio Nacional de Literatura de México, en 1970, y del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en 1983. Y ninguno de los galardones animó al honesto funcionario del Instituto Nacional Indigenista a seguir publicando. ¿Para qué, si se sabía en el Parnaso? Desde 1986 dialoga sin complejos con Pedro Páramo y Juan Preciado, entendemos que en Comala.
Junto a la alcantarilla, esperando que salgan las ranas
Nuevamente, el curso Pequeñas obras de grandes autores ofrece la adaptación al escenario de un relato no concebido como teatro. Si hace tres semanas Ángel Sagüés se atrevía con un cuento de Chejov, ahora se aventura con Rulfo. Un ejercicio de estilo meritorio, por ecléctico. Si el ruso es el paradigma de la literatura realista, Rulfo sólo trabaja la imaginación: “La realidad no me interesa desde el punto de vista literario; en todo caso, exclusivamente para transformarla”, declaró en una ocasión el escritor mejicano. Ni siquiera su propia biografía, su infancia triste o las vivencias que compartió recorriendo el país y tratando a indígenas y gachupines, le sirvió como material novelable, cuando cualquier otro escritor habría encontrado en ese trotamundeo miles de referentes con que encuadernar páginas enteras.
Macario es el relato escogido por Sagüés, el primero de la colección El llano en llamas. Se trata de un monólogo interior de un personaje al que no podemos imaginar, porque en la brevedad del relato y en la posición del narrador no cabe una descripción física cabal. Solamente lo suponemos infantiloide, rallano en la deficiencia mental o, quizá sería mejor decir, totalmente entrado en la oligofrenia. Un personaje literariamente muy atractivo, cuya simpleza desarmante deja entrever un trasfondo turbador: su relación afectiva con la criada Felipa, su radical miedo a la muerte y a la condenación, las “ausencias” de memoria que le impiden recordar –por más que se lo han contado- aquella agresión que cometió en el pueblo, cuando inventaron que le apretó el pescuezo “a una señora nada más por nomás”, o su inquietante hambre africana que no sacian ni flores, ni ranas, ni sapos, ni cualquiera de los seres vivos que acostumbra a llevarse al buche.
Junto a Macario, el relato nos regala dos mujeres menos invisibles al lector que al propio huérfano que nos cuenta una vida desgraciada a ojos vista, excepto para él. De la criada Felipa sabemos de sus ojos verdes e intuimos algo más que afecto: una morbosa relación que incluye el abuso sexual, aunque el inocente lo tome por un juego de arrullos y cosquillas. Por el contrario, la que se nos dibuja como antipática madrina trasluce una dulzura mal pagada, una generosidad que no aplana la consciencia de que sus ojos negros no verán la recompensa: ha recogido a ese deshecho humano, lo alimenta, lo cuida, le encarga trabajos que dan distracción a su soledad y, lo que es más importante, lo salva de una muerte segura encerrándolo en la casa y no permitiendo que recorra el pueblo si no es en su compañía. Homo homini lupus, la madrina sabe que Macario es fácil presa de la jauría que lo espera para correrlo a pedradas y por eso lo escolta en su desplazamiento diario a misa. Allí, ata sus manos para evitar sus desmanes, ante la mirada, intuimos que bovina, del protagonista del relato.
Macario es Macario, pero también son las partes de su cuerpo con las que dialoga y que parecen vivir su propia vida. No se entiende con ellas, actúan por su cuenta, como cuando su cabeza se empeña en golpearse contra las paredes o contra el suelo para poder oír los atabales que escucha al salir de la iglesia, o cuando tienen que amarrar sus manos porque de lo contrario corren a arrancar las costras picantes y provocan nuevas hemorragias en su piel.
Estamos por lo tanto ante tres personajes maravillosos, que suponemos han atrapado sin remisión al director y a los actores que protagonizan la velada de esta noche, y que viven encerrados en un pueblo inmundo, dominado por el hambre, la crueldad, los trastornos de una guerra civil inacabable y la superchería de una doctrina cristiana siempre mal explicada y peor entendida. Un pueblo donde parece que el mundo se ha detenido para siempre, donde sus habitantes se saben condenados a sufrir de por vida un asfixiante clima de desencanto y fatalidad, como sucede en todo el universo literario que imaginó Rulfo.
Por tanto, todo ha quedado bien dibujado. Sólo falta terminar la tarea pendiente, que exige buen ánimo y resolución. Aguardar frente a la alcantarilla a que salgan las ranas, las mismas ranas que han atronado la noche anterior y han espantado el sueño de la madrina. Así, en tensión, evitando caer dormido, para que cuanta rana salga a pegar de brincos fuera, Macario pueda apalcuachararla a tablazos.
Víctor Iriarte
Noviembre de 2004
Seguramente muchos de los espectadores que hoy asisten al Teatro Gayarre compartieron hace tres decenios el impacto brutal que supuso la lectura arrebatadora de Cien años de soledad. Aquella novela de Gabriel García Márquez, quien precisamente estos días vuelve a regalarnos con una nueva ficción, suponía un vuelco espectacular a la forma de narrar hasta entonces conocida: era extraordinaria la manera de envolverte con adjetivaciones imposibles, era inevitable el deslumbramiento que suponía esa catarata de personajes, hechos y situaciones que se sucedía a velocidad vertiginosa en una sola página y, sobre todo, era subyugante la escritura torrencial que hacía creíble la llegada a Macondo de una turbamulta de gitanos que arrastraba imanes, se movía en alfombras voladoras y predecía que la muerte de un Buendía sería comunicada a la madre por un hilillo de sangre que recorrería las calles de todo el pueblo antes de entrar hasta la mismísima cocina donde ella se afanaba en la producción de animalitos de caramelo que por un tiempo extenderían la enfermedad del olvido por toda la comarca.
Lo llamaron el “boom” de la narrativa hispanoamericana y críticos sesudos bautizaron aquella nueva forma de ver el mundo como “realismo mágico”, para enfado de quienes desde allí defendían, incluso con razones, que la realidad en el continente no sigue las leyes de la física que estudiamos en el bachillerato. Lectores más viajados nos miraban displicentes: el asombro procedía de la falta de referentes; esa forma de narrar ya estaba en los cronistas de Indias. Podía ser cierto, pero aquella era una mirada ingenua, adánica, y ésta tenía todas las mañas asimiladas de una lectura atenta de Faulkner.
Por eso, la auténtica sorpresa llegó cuando nos dijeron que no fue en Macondo ni en Yoknapatawha donde surgió esta nueva peripecia lectora, sino en un pueblo incierto, en Comala; y que el padre de esa narrativa se llamaba Juan Rulfo. Un escritor agónico y misterioso, que abrió y cerró su carrera literaria entre los años 1945 y 1955 con sólo dos títulos, e incontestables: la colección de cuentos El llano en llamas y el relato Pedro Páramo. La lectura de esta novela también tuvo carácter de revelación. Cuenta la llegada a Comala de Juan Preciado, que ha prometido a su madre moribunda ajustar cuentas con su padre, el cacique, cuyo nombre da título al relato. Son apenas 80 páginas, pero de una densidad que asombra. Juan dialoga con los habitantes fantasmales de ese pueblo extraño y misterioso, poblado por una caterva de desheredados de la tierra que le dan noticias de Pedro Páramo, hasta que el lector descubre, casi al mismo tiempo y con el mismo asombro que el del protagonista, que Pedro Páramo está muerto, que todos los que pululan por Comala como extraviados en el espacio y en el tiempo son ánimas en pena, y que el propio Juan Preciado también ha dejado el mundo de los vivos.
Pedro Páramo se publicó en 1955 en la revista Pan, y podemos hacer el chiste fácil de decir que ese sencillo cuadernillo hizo de nuevo el milagro de multiplicarse y saciar el hambre literaria de varias generaciones. Porque ese año acabó la escritura de tinte realista y regionalista, es decir, decimonónica, que se había producido hasta entonces en México, y supone la ruptura sin contemplaciones con los viejos modos de novelar en la América hispana. Una ruptura radical en las formas, pero no en los contenidos, pues conserva obsesiones eternas: la soledad y la muerte como gran protagonista, la violencia sempiterna, el poder como ejercicio despótico del capricho, el desencanto ante la conciencia de la peripecia humana, el lamento de los miserables, la historia como expresión vivida de la derrota.
De su autor sabemos que fue hijo de Juan Nepomucemo Pérez Rulfo y María Vizcaíno Arias y que nació cerca de la aldea de San Gabriel, parroquia de Sayula, estado de Jalisco, en 1918. Cinco años después, ese niño de ojos despiertos contemplaría el asesinato de su padre, y antes de alcanzar la madurez, vería morir violentamente a todos sus tíos paternos en las luchas entre revolucionarios y cristeros de la década más turbulenta de México. Con 9 años pierde a su madre y Juan Rulfo y sus tres hermanos viven con su abuela en distintas ciudades. Intenta sin éxito los estudios universitarios y aprende lo que le queda por saber de la verdad de la vida vendiendo por todo el país llantas para vehículos como agente de la Goodrich Euzkadi. De su biografía, poco más: lo sabemos tímido, retraído, amable. Buen fotógrafo, ha dejado una importante colección de instantáneas de notable valor etnológico y artístico. Quizá lo más aventurero y triunfal de su existencia fue haber podido derretir de amor a Clara Aparicio, once años más joven, con una correspondencia de una dulzura poética singular, que le permitió llevarla al altar y hacerle dos hijos. Colaboró desde joven en revistas literarias e intentó la carrera literaria pero sólo de verdad por un decenio. Su salto al cine tampoco fue lustroso: sus cuentos inspiraron menos de media docena de cortos y largometrajes. Anunció en el 66 una novela, La cordillera, de la que nada se supo. Por fortuna para sus lectores, su viuda publicó aquellas cartas de amor de comprobada efectividad.
Se reconoció, las pocas veces que concedió entrevistas, un moribundo sempiterno. Su infancia triste quizá le atrofió los resortes de la alegría necesarios para disfrutar del Premio Nacional de Literatura de México, en 1970, y del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en 1983. Y ninguno de los galardones animó al honesto funcionario del Instituto Nacional Indigenista a seguir publicando. ¿Para qué, si se sabía en el Parnaso? Desde 1986 dialoga sin complejos con Pedro Páramo y Juan Preciado, entendemos que en Comala.
Junto a la alcantarilla, esperando que salgan las ranas
Nuevamente, el curso Pequeñas obras de grandes autores ofrece la adaptación al escenario de un relato no concebido como teatro. Si hace tres semanas Ángel Sagüés se atrevía con un cuento de Chejov, ahora se aventura con Rulfo. Un ejercicio de estilo meritorio, por ecléctico. Si el ruso es el paradigma de la literatura realista, Rulfo sólo trabaja la imaginación: “La realidad no me interesa desde el punto de vista literario; en todo caso, exclusivamente para transformarla”, declaró en una ocasión el escritor mejicano. Ni siquiera su propia biografía, su infancia triste o las vivencias que compartió recorriendo el país y tratando a indígenas y gachupines, le sirvió como material novelable, cuando cualquier otro escritor habría encontrado en ese trotamundeo miles de referentes con que encuadernar páginas enteras.
Macario es el relato escogido por Sagüés, el primero de la colección El llano en llamas. Se trata de un monólogo interior de un personaje al que no podemos imaginar, porque en la brevedad del relato y en la posición del narrador no cabe una descripción física cabal. Solamente lo suponemos infantiloide, rallano en la deficiencia mental o, quizá sería mejor decir, totalmente entrado en la oligofrenia. Un personaje literariamente muy atractivo, cuya simpleza desarmante deja entrever un trasfondo turbador: su relación afectiva con la criada Felipa, su radical miedo a la muerte y a la condenación, las “ausencias” de memoria que le impiden recordar –por más que se lo han contado- aquella agresión que cometió en el pueblo, cuando inventaron que le apretó el pescuezo “a una señora nada más por nomás”, o su inquietante hambre africana que no sacian ni flores, ni ranas, ni sapos, ni cualquiera de los seres vivos que acostumbra a llevarse al buche.
Junto a Macario, el relato nos regala dos mujeres menos invisibles al lector que al propio huérfano que nos cuenta una vida desgraciada a ojos vista, excepto para él. De la criada Felipa sabemos de sus ojos verdes e intuimos algo más que afecto: una morbosa relación que incluye el abuso sexual, aunque el inocente lo tome por un juego de arrullos y cosquillas. Por el contrario, la que se nos dibuja como antipática madrina trasluce una dulzura mal pagada, una generosidad que no aplana la consciencia de que sus ojos negros no verán la recompensa: ha recogido a ese deshecho humano, lo alimenta, lo cuida, le encarga trabajos que dan distracción a su soledad y, lo que es más importante, lo salva de una muerte segura encerrándolo en la casa y no permitiendo que recorra el pueblo si no es en su compañía. Homo homini lupus, la madrina sabe que Macario es fácil presa de la jauría que lo espera para correrlo a pedradas y por eso lo escolta en su desplazamiento diario a misa. Allí, ata sus manos para evitar sus desmanes, ante la mirada, intuimos que bovina, del protagonista del relato.
Macario es Macario, pero también son las partes de su cuerpo con las que dialoga y que parecen vivir su propia vida. No se entiende con ellas, actúan por su cuenta, como cuando su cabeza se empeña en golpearse contra las paredes o contra el suelo para poder oír los atabales que escucha al salir de la iglesia, o cuando tienen que amarrar sus manos porque de lo contrario corren a arrancar las costras picantes y provocan nuevas hemorragias en su piel.
Estamos por lo tanto ante tres personajes maravillosos, que suponemos han atrapado sin remisión al director y a los actores que protagonizan la velada de esta noche, y que viven encerrados en un pueblo inmundo, dominado por el hambre, la crueldad, los trastornos de una guerra civil inacabable y la superchería de una doctrina cristiana siempre mal explicada y peor entendida. Un pueblo donde parece que el mundo se ha detenido para siempre, donde sus habitantes se saben condenados a sufrir de por vida un asfixiante clima de desencanto y fatalidad, como sucede en todo el universo literario que imaginó Rulfo.
Por tanto, todo ha quedado bien dibujado. Sólo falta terminar la tarea pendiente, que exige buen ánimo y resolución. Aguardar frente a la alcantarilla a que salgan las ranas, las mismas ranas que han atronado la noche anterior y han espantado el sueño de la madrina. Así, en tensión, evitando caer dormido, para que cuanta rana salga a pegar de brincos fuera, Macario pueda apalcuachararla a tablazos.
Víctor Iriarte
Noviembre de 2004
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