Antón Chejov: el final de un camino
Anton Pavlovich Chejov, dramaturgo y narrador, nació el 17 de enero de 1860 en Taganrog (Crimea). Comenzó a publicar sus relatos y páginas humorísticas hacia 1880 en revistas y periódicos. En 1884 obtuvo el título de médico, profesión que ejerció muchas veces gratuitamente, pero que abandonó pronto para consagrarse a la literatura. Fue un escritor profesional: necesitaba imperiosamente ganar dinero para mantener a su padre, un comerciante arruinado, y a sus hermanos, de ahí su prolífica obra, que incluye más de 220 cuentos, algunos escritos en pocas horas. En 1881 concluyó su primera obra dramática, la extensa Platónov, que permaneció inédita y sin estrenar hasta después de su muerte.
De 1884 datan El camino real y La petición de mano, textos teatrales en los que todavía no se ve definida la singularidad estética que lo convertiría en un autor fundamental de la historia del teatro europeo. De 1887 es su primera versión de Ivanov, reestrenada con éxito en 1889. Sus cuatro grandes dramas –La gaviota, 1896; Tío Vania, 1897; Las tres hermanas, 1901, y El jardín de los cerezos, 1904– y su contacto con el director y actor Constantin Stanislavski, constituyen un momento estelar del teatro mundial, por cuanto llega a su máxima expresión la estética realista sobre las tablas.
Enfermo de tuberculosis en plena juventud, y consciente por sus estudios de medicina de que esa enfermedad entonces incurable le llevaría a la tumba en pocos años, toda su obra gira en torno a dos sentimientos o ideas escasamente tranquilizadoras: la inevitabilidad de la muerte y el carácter único de la vida, un don irrepetible que el ser humano derrocha de forma absurda y despreocupada, sin ser consciente de su valor. En efecto, el escritor ruso murió joven, en la pequeña ciudad de Badenweiler (Alemania), el 2 de julio de 1904, hace ahora 100 años.
Esto que acaban de leer pueden encontrarlo, con una redacción más o menos parecida, en cualquier enciclopedia al uso, pero seguramente será difícil que lean en ella una explicación clarificadora de por qué Chejov es uno de los más grandes autores teatrales de todos los tiempos. Habría que empezar diciendo que el teatro, per se, es un imposible maravilloso, una paradoja absoluta, puesto que es algo que lleva en su propia definición su contrario. Hablamos de una convención artística según la cual unos espectadores se sitúan conscientemente frente a una ficción, en un juego voluntario que puede o no atraparles. Unos actores deben decir un montón de frases como si se les acabara de ocurrir, cuando llevan semanas memorizándolas y ensayándolas o representándolas. Y hacerlas creíbles. Y emocionar al espectador. De partida, un imposible. Pues bien, durante siglos, este artificio que es el teatro, y hablo del teatro occidental, tenía una regla básica: el actor debía pronunciar en voz alta lo que pensaba, para que el público pudiera seguir la peripecia. Diálogo y acción, por tanto, iban de la mano. En ocasiones, el autor rizaba el rizo del artificio. Un personaje, en escena, tiene que dar a conocer al espectador algo que éste necesita saber, pero no deben escucharlo otros personajes que le acompañan sobre el escenario. Y surge el “aparte”: el autor dice lo que piensa en voz alta, el espectador lo escucha y el resto de actores hace como que no lo ha oído. Y así, la acción avanza enredándose.
Anton Chejov es quien rompe esta convención teatral. Con él, por primera vez sobre la escena los personajes ya no dicen lo que sienten, ya no piensan “en voz alta”: se los conoce por lo que callan, por lo que ocultan, por lo que no se atreven a expresar. Si lo analizamos detenidamente, no parece excesiva novedad, si tenemos en cuenta que es ésta la forma de actuar del ser humano. Pensemos por un momento en nuestra propia vida: ¿cuántas veces escondemos tras una sonrisa lo que pensamos de nuestro interlocutor? ¿Cuántas veces somos incapaces de decirle a esa persona lo mucho que la amamos y nos limitamos a farfullar un montón de majaderías en su presencia? Podemos estar inmensos en una gran tragedia –una pérdida irreparable, por ejemplo– y en ese momento sólo se nos ocurre pensar en si hemos dejado bien aparcado el coche.
Parece sencillo, pero nadie hasta Chejov había escrito así el teatro. De ahí la necesidad de un espectador inteligente, dispuesto a desnudar mentalmente a unos personajes con una profundidad psicológica muy superior a la que aparentan. Chejov exige un espectador atento, que sabe que tan importante es lo que ve en escena como lo que ocurre “fuera de campo” y debe esforzarse en construir él también la pieza, para dotarla de todo su sentido. Un espectador que se sabe condenado, horas después de acabada la función, a rumiar la actitud de esos seres a los que ha acompañado por un par de horas. El teatro chejoviano, en su aparente sencillez, está conformado por piezas desconcertantes, sin apenas acción dramática, donde parece que apenas pasa nada. Subrayo el “parece que”. Chejov liberó al teatro de su ampulosidad, de los tonos grandilocuentes, de los recitados artificiosos, de la escenografía como trampantojo, de la teatralidad gratuita, de los finales “en punta”... Una tarea de estilización que no tiene parangón. Con Chejov alcanza su cenit una forma de hacer teatro y con él ese camino llega a su fin sin posibilidad de superación. Después de él, el teatro está obligado a tomar otros derroteros. Y nacerán las vanguardias. Por eso es tan grande.
El violín de Yakov
El ejercicio que nos propone hoy el director Ángel Sagüés es ciertamente sugerente. Presenta en el ciclo teatral “Pequeñas obras de grandes autores” una obra de Chejov, pero no una de sus piezas dramáticas, sino la puesta en escena de uno de sus cuentos. La calidad está garantizada, no sólo por su experiencia como adaptador para las tablas, sino porque ha elegido muy bien el relato. Uno de los mejores traductores al castellano de Chejov, Víctor Gallego, no duda al afirmar que El violín de Rothschild es “el más complejo de sus cuentos”. No diremos nosotros tanto, pero sí que es paradigmático de la obra de este escritor, pues refleja perfectamente la tesis central de la obra chejoviana: sus personajes viven en una perpetua provincia de intenciones y deseos no realizados.
Como todo en Chejov, casi nada es como parece; o mejor, nada es exactamente como nos parece a simple vista. Comenzando por el título del relato. El violín, de entrada, no pertenece a Rothschild, sino a Yakov Ivanov, el desgraciado setentón constructor de ataúdes, inventor de una peculiar manera de contabilidad creativa: no apunta los ingresos que obtiene en su labor de pompas fúnebres o amenizando con su música las bodas en las que participa con la orquestina del judío Moisei Ilich. No. Él cuenta los ingresos que no obtiene: lo que deja de ganar porque su religión no le deja trabajar en domingos y festivos, por sus vecinos que gozan de una buena salud y no necesitan de su trabajo o, todavía peor, por los feligreses de su pueblo que fallecen en hospitales y sanatorios de ciudades lejanas y son enterrados sin necesitar de sus servicios. Él cuenta el dinero que no obtiene y le suma los intereses que tampoco le ha dado el banco por ellos y lo que ha dejado de ganar por sus no inversiones.
El balance de sus ingresos –de los ingresos que la vida le malogra, precisemos– ha hecho de él un hombre profundamente amargado. Un ser triste, plano, predecible. Pero Chejov es maestro en complicar y poner en tela de juicio nuestra primera impresión sobre personajes que uno, erróneamente, se cree capaz de comprender a simple vista.
Así, cuando enferme su esposa, Marfa, que sólo ha recibido de él castigos y menosprecios, algo en su interior se remueve. Atendiendo a su balbuceo de moribunda, acude a la ribera del río donde ella confesó que un día muy lejano fue feliz y Yakov repasa su vida. Descubre asombrado que no ha pisado aquel paraje en los últimos cincuenta años y no sabe bien por qué. Vuelve a su contabilidad: pudo haber dedicado su ocio a pescar y ganar dinero, pudo cultivar el comunal, pudo aprovechar mejor sus cualidades como músico, pudo haber hecho feliz a su esposa con pequeños detalles... “¿Por qué las personas hacían siempre lo que no debían? ¿Por qué Yakov se había pasado toda la vida insultando, gritando, amenazando y ofendiendo a su esposa? ¿Por qué había asustado y agraviado poco antes a aquel judío? ¿Por qué, en general, la gente se hacía la vida imposible? ¡Y qué pérdidas resultaban de todo ello! ¡Unas pérdidas terribles! Si no hubiera odio ni maldad, los seres humanos obtendrían enormes beneficios unos de otros”, escribe Chejov.
El escritor ruso no se cansa de repetir en toda su obra que hasta los sucesos más corrientes presentan alternativas morales y, por tanto, tendrán consecuencias en la vida. Yakov lo comprende y será un gesto mínimo el que dará sentido a su sufrimiento. Para ello se servirá del violín. No diré más: veamos cómo se ha convertido esta narración en teatro.
Los relatos de Chejov a menudo no parecen, por su lenguaje formal y directo, siquiera ingeniosos, sino más bien la laboriosa descripción de una existencia común y corriente. Añadiremos que Chejov fue uno de esos escritores que descubrió que lo “literario” no siempre está en los momentos en que una vida se convierte en excepcional. La descripción de lo rutinario puede atraparnos mejor que cualquier aventura, porque nos ayuda a conocernos a nosotros mismos un poco más. De ahí nuestra invitación a aprovechar el centenario de la muerte del dramaturgo para acercarnos a su obra, para leer sus relatos y acudir como espectadores a ver los montajes realizados a partir de sus textos teatrales. A poca sensibilidad que tengamos, nos garantizan que no nos dejarán indiferentes. No es poco.
Víctor Iriarte
Octubre de 2004
Anton Pavlovich Chejov, dramaturgo y narrador, nació el 17 de enero de 1860 en Taganrog (Crimea). Comenzó a publicar sus relatos y páginas humorísticas hacia 1880 en revistas y periódicos. En 1884 obtuvo el título de médico, profesión que ejerció muchas veces gratuitamente, pero que abandonó pronto para consagrarse a la literatura. Fue un escritor profesional: necesitaba imperiosamente ganar dinero para mantener a su padre, un comerciante arruinado, y a sus hermanos, de ahí su prolífica obra, que incluye más de 220 cuentos, algunos escritos en pocas horas. En 1881 concluyó su primera obra dramática, la extensa Platónov, que permaneció inédita y sin estrenar hasta después de su muerte.
De 1884 datan El camino real y La petición de mano, textos teatrales en los que todavía no se ve definida la singularidad estética que lo convertiría en un autor fundamental de la historia del teatro europeo. De 1887 es su primera versión de Ivanov, reestrenada con éxito en 1889. Sus cuatro grandes dramas –La gaviota, 1896; Tío Vania, 1897; Las tres hermanas, 1901, y El jardín de los cerezos, 1904– y su contacto con el director y actor Constantin Stanislavski, constituyen un momento estelar del teatro mundial, por cuanto llega a su máxima expresión la estética realista sobre las tablas.
Enfermo de tuberculosis en plena juventud, y consciente por sus estudios de medicina de que esa enfermedad entonces incurable le llevaría a la tumba en pocos años, toda su obra gira en torno a dos sentimientos o ideas escasamente tranquilizadoras: la inevitabilidad de la muerte y el carácter único de la vida, un don irrepetible que el ser humano derrocha de forma absurda y despreocupada, sin ser consciente de su valor. En efecto, el escritor ruso murió joven, en la pequeña ciudad de Badenweiler (Alemania), el 2 de julio de 1904, hace ahora 100 años.
Esto que acaban de leer pueden encontrarlo, con una redacción más o menos parecida, en cualquier enciclopedia al uso, pero seguramente será difícil que lean en ella una explicación clarificadora de por qué Chejov es uno de los más grandes autores teatrales de todos los tiempos. Habría que empezar diciendo que el teatro, per se, es un imposible maravilloso, una paradoja absoluta, puesto que es algo que lleva en su propia definición su contrario. Hablamos de una convención artística según la cual unos espectadores se sitúan conscientemente frente a una ficción, en un juego voluntario que puede o no atraparles. Unos actores deben decir un montón de frases como si se les acabara de ocurrir, cuando llevan semanas memorizándolas y ensayándolas o representándolas. Y hacerlas creíbles. Y emocionar al espectador. De partida, un imposible. Pues bien, durante siglos, este artificio que es el teatro, y hablo del teatro occidental, tenía una regla básica: el actor debía pronunciar en voz alta lo que pensaba, para que el público pudiera seguir la peripecia. Diálogo y acción, por tanto, iban de la mano. En ocasiones, el autor rizaba el rizo del artificio. Un personaje, en escena, tiene que dar a conocer al espectador algo que éste necesita saber, pero no deben escucharlo otros personajes que le acompañan sobre el escenario. Y surge el “aparte”: el autor dice lo que piensa en voz alta, el espectador lo escucha y el resto de actores hace como que no lo ha oído. Y así, la acción avanza enredándose.
Anton Chejov es quien rompe esta convención teatral. Con él, por primera vez sobre la escena los personajes ya no dicen lo que sienten, ya no piensan “en voz alta”: se los conoce por lo que callan, por lo que ocultan, por lo que no se atreven a expresar. Si lo analizamos detenidamente, no parece excesiva novedad, si tenemos en cuenta que es ésta la forma de actuar del ser humano. Pensemos por un momento en nuestra propia vida: ¿cuántas veces escondemos tras una sonrisa lo que pensamos de nuestro interlocutor? ¿Cuántas veces somos incapaces de decirle a esa persona lo mucho que la amamos y nos limitamos a farfullar un montón de majaderías en su presencia? Podemos estar inmensos en una gran tragedia –una pérdida irreparable, por ejemplo– y en ese momento sólo se nos ocurre pensar en si hemos dejado bien aparcado el coche.
Parece sencillo, pero nadie hasta Chejov había escrito así el teatro. De ahí la necesidad de un espectador inteligente, dispuesto a desnudar mentalmente a unos personajes con una profundidad psicológica muy superior a la que aparentan. Chejov exige un espectador atento, que sabe que tan importante es lo que ve en escena como lo que ocurre “fuera de campo” y debe esforzarse en construir él también la pieza, para dotarla de todo su sentido. Un espectador que se sabe condenado, horas después de acabada la función, a rumiar la actitud de esos seres a los que ha acompañado por un par de horas. El teatro chejoviano, en su aparente sencillez, está conformado por piezas desconcertantes, sin apenas acción dramática, donde parece que apenas pasa nada. Subrayo el “parece que”. Chejov liberó al teatro de su ampulosidad, de los tonos grandilocuentes, de los recitados artificiosos, de la escenografía como trampantojo, de la teatralidad gratuita, de los finales “en punta”... Una tarea de estilización que no tiene parangón. Con Chejov alcanza su cenit una forma de hacer teatro y con él ese camino llega a su fin sin posibilidad de superación. Después de él, el teatro está obligado a tomar otros derroteros. Y nacerán las vanguardias. Por eso es tan grande.
El violín de Yakov
El ejercicio que nos propone hoy el director Ángel Sagüés es ciertamente sugerente. Presenta en el ciclo teatral “Pequeñas obras de grandes autores” una obra de Chejov, pero no una de sus piezas dramáticas, sino la puesta en escena de uno de sus cuentos. La calidad está garantizada, no sólo por su experiencia como adaptador para las tablas, sino porque ha elegido muy bien el relato. Uno de los mejores traductores al castellano de Chejov, Víctor Gallego, no duda al afirmar que El violín de Rothschild es “el más complejo de sus cuentos”. No diremos nosotros tanto, pero sí que es paradigmático de la obra de este escritor, pues refleja perfectamente la tesis central de la obra chejoviana: sus personajes viven en una perpetua provincia de intenciones y deseos no realizados.
Como todo en Chejov, casi nada es como parece; o mejor, nada es exactamente como nos parece a simple vista. Comenzando por el título del relato. El violín, de entrada, no pertenece a Rothschild, sino a Yakov Ivanov, el desgraciado setentón constructor de ataúdes, inventor de una peculiar manera de contabilidad creativa: no apunta los ingresos que obtiene en su labor de pompas fúnebres o amenizando con su música las bodas en las que participa con la orquestina del judío Moisei Ilich. No. Él cuenta los ingresos que no obtiene: lo que deja de ganar porque su religión no le deja trabajar en domingos y festivos, por sus vecinos que gozan de una buena salud y no necesitan de su trabajo o, todavía peor, por los feligreses de su pueblo que fallecen en hospitales y sanatorios de ciudades lejanas y son enterrados sin necesitar de sus servicios. Él cuenta el dinero que no obtiene y le suma los intereses que tampoco le ha dado el banco por ellos y lo que ha dejado de ganar por sus no inversiones.
El balance de sus ingresos –de los ingresos que la vida le malogra, precisemos– ha hecho de él un hombre profundamente amargado. Un ser triste, plano, predecible. Pero Chejov es maestro en complicar y poner en tela de juicio nuestra primera impresión sobre personajes que uno, erróneamente, se cree capaz de comprender a simple vista.
Así, cuando enferme su esposa, Marfa, que sólo ha recibido de él castigos y menosprecios, algo en su interior se remueve. Atendiendo a su balbuceo de moribunda, acude a la ribera del río donde ella confesó que un día muy lejano fue feliz y Yakov repasa su vida. Descubre asombrado que no ha pisado aquel paraje en los últimos cincuenta años y no sabe bien por qué. Vuelve a su contabilidad: pudo haber dedicado su ocio a pescar y ganar dinero, pudo cultivar el comunal, pudo aprovechar mejor sus cualidades como músico, pudo haber hecho feliz a su esposa con pequeños detalles... “¿Por qué las personas hacían siempre lo que no debían? ¿Por qué Yakov se había pasado toda la vida insultando, gritando, amenazando y ofendiendo a su esposa? ¿Por qué había asustado y agraviado poco antes a aquel judío? ¿Por qué, en general, la gente se hacía la vida imposible? ¡Y qué pérdidas resultaban de todo ello! ¡Unas pérdidas terribles! Si no hubiera odio ni maldad, los seres humanos obtendrían enormes beneficios unos de otros”, escribe Chejov.
El escritor ruso no se cansa de repetir en toda su obra que hasta los sucesos más corrientes presentan alternativas morales y, por tanto, tendrán consecuencias en la vida. Yakov lo comprende y será un gesto mínimo el que dará sentido a su sufrimiento. Para ello se servirá del violín. No diré más: veamos cómo se ha convertido esta narración en teatro.
Los relatos de Chejov a menudo no parecen, por su lenguaje formal y directo, siquiera ingeniosos, sino más bien la laboriosa descripción de una existencia común y corriente. Añadiremos que Chejov fue uno de esos escritores que descubrió que lo “literario” no siempre está en los momentos en que una vida se convierte en excepcional. La descripción de lo rutinario puede atraparnos mejor que cualquier aventura, porque nos ayuda a conocernos a nosotros mismos un poco más. De ahí nuestra invitación a aprovechar el centenario de la muerte del dramaturgo para acercarnos a su obra, para leer sus relatos y acudir como espectadores a ver los montajes realizados a partir de sus textos teatrales. A poca sensibilidad que tengamos, nos garantizan que no nos dejarán indiferentes. No es poco.
Víctor Iriarte
Octubre de 2004
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