sábado, 13 de enero de 2007

"Deeny", de David Mamet, dirigido por Carol Verano


Judíos y teatro

“En Los Ángeles, que es tanto como decir en Hollywood, frecuentemente se presenta teatro judío: comedias escritas en hebreo por autores hebreos e interpretadas por actrices y actores hebreos. Su local clásico es el Figueroa Play House. Estas comedias, hijas del esfuerzo de una raza minoritaria, pero que es la más influyente y la que más decide y encauza la vida espiritual y económica de Estados Unidos, frecuentemente pasan, de su versión original en yiddish a la versión de la lengua inglesa norteamericana y del Figueroa a los coliseos del Broadway neoyorquino; es decir, a todos los lugares del universo habitado donde un teatro abre sus puertas. Y los grandes éxitos escénicos mundiales, en muchos casos, tienen ahí su origen, aunque la inmensa mayoría de los públicos del globo no lo sospechen, ni –naturalmente– lo sepa ningún crítico teatral”.

Este texto fue escrito por el comediógrafo español Enrique Jardiel Poncela en su libro Exceso de equipaje, donde anota todo aquello que le sorprendió en dos estancias en Estados Unidos entre 1932 y1934 para rodar películas en castellano. Jardiel descubrió entonces una tradición, todavía mal conocida hoy en España, pero imprescindible para entender el devenir del teatro moderno. “El teatro, si es, es judío o irlandés”, se ha llegado a escribir. Como quiera que el ciclo Pequeñas Obras de Grandes Autores dedica hoy su sesión a David Mamet y el próximo mes a Woody Allen, quizá merezca la pena dedicarle unas líneas a la impronta judía en el teatro contemporáneo.
En el último tercio del siglo XIX, los escritores judíos abandonaron la tradición de utilizar sus textos para desarrollar el contenido de sus libros sagrados y comenzaron a introducir elementos profanos, especialmente en un teatro didáctico y popular de gran éxito en su comunidad. El movimiento generado en Rusia se extendió en pocos años por Europa y Norteamérica debido a la dispersión de compañías provocada por varios pogromos. Este teatro se escribe en yiddish, un dialecto medieval alemán (que debe sonar de una forma similar al ladino de los descendientes de los judíos sefarditas expulsados en 1492), muy contaminado por el hebreo, polaco y ruso. Una lengua para hablar en casa, “de mujeres” y menestrales, apta para separar lo mundano de lo sagrado, sin el prestigio bíblico del hebreo clásico y, por eso, despreciada por rabinos e ilustrados. El yiddish, sin embargo, araña reputación e influencia gracias a un puñado de notables escritores: Mendele Mojer Sforin, I.L Peretz y Sholem Aleijem, cuya fina ironía ustedes conocen porque sus cuentos inspiraron el musical El violinista en el tejado, que se vio en Baluarte recientemente. En su momento de mayor esplendor, en el periodo de entreguerras, el yiddish era hablado por 10 millones de judíos en tres continentes, pero las cámaras de gas nazis redujeron drásticamente la cifra. La asimilación en Occidente y la hebreización en el Estado de Israel siguen cercándolo, a pesar del reconocimiento que tuvo gracias al Nobel de 1978, entregado al excelso novelista Isaac Bashevis Singer. Un tercio aproximadamente de la mejor literatura judía del siglo XX está escrita en yiddish, según una reciente clasificación.
El teatro judío en yiddish está en la base del mejor teatro (y posteriormente del cine) norteamericano. Fue una cantera muy prolífica de dramaturgos, actores y directores, que seguían la estela de los “dos” grandes: S. Ansky, seudónimo de Shloyme-Zanul Rapoport (1863-1920), autor de El dibbuq, (1911, estreno en 1921), sobre un alma en pena que no encuentra descanso después de la muerte, tema muy judío, lógicamente; y de H. Leivick, seudónimo de Levick Halpern (1888-1962), cuya mejor obra está en boca de los cinéfilos pamploneses a todas horas: El Golem, de 1919, popularizada por la película de Paul Wegener de 1920, hoy un clásico. El protagonista es ese “Frankenstein” creado por el rabino praguense Loëw con ritos de la Cábala y barro del Moldava para proteger a los desválidos, que termina por atacar a quienes tenía que proteger. Eso de buscarse un protector mítico está en el subconsciente de un pueblo perseguido desde tiempo inmemorial.
Y los judíos aportan temas universales a la literatura: neurosis y alienación, personajes desnortados, soledad y amargura, búsqueda obsesiva de valores, nihilismo atroz o dialéctica dominación-sumisión. Se ve en Mamet, sin ir muy lejos.

Deeny, un largo adiós

El hebreo es el pueblo elegido por Dios y caído en desgracia. Por tanto, para entender lo judío hay que entender su complejo de culpa, que está en la base de toda su cultura, filosofía y creaciones artísticas. Complejo de culpa agravado en el siglo XX por la doble perversión de la Shoah, el Holocausto: la manera tan dócil en que se condujeron ellos mismos hasta las cámaras de gas y, lo que todavía es más desasosegante, el sentimiento culpable de haber sobrevivido, que ha provocado no pocos suicidios: “¿Por qué te salvaste tú y no los míos?”, “¿qué hiciste para lograrlo?”, eran las preguntas acusadoras que contenían las miradas recelosas a las que se enfrentaban quienes resistieron aquel infierno.
Hoy ya parece respondida la pregunta de Adorno y sí, es posible hacer poesía después de Auschwitz. Pero la literatura nacida a partir de aquel horror aparece impregnada del complejo de culpa y de una fuerte incidencia del pasado sobre el presente de todos los personajes. Entre los asimilados, hebreos occidentalizados que han perdido la fe pero siguen atrapados por su herencia cultural, se percibe también la esquizofrenia de ser judío y tratar de disimularlo, junto con el instinto de superación y de ascensión en la escala social. “Es difícil ser judío en Estados Unidos y saber llevarlo”, declaró David Mamet a propósito del trasfondo que late en la obra que hoy se representa en el Teatro Gayarre.
Algo que el público debe conocer y que no llegarán a captar los que no lean estas líneas, porque Deeny (1989) es la tercera obra de un tríptico titulado El viejo vecindario (Editorial Hiru Teatro), estrenado en 1997, y en la que más diluidos aparecen los aspectos “judíos”, que sí se airean en las otras dos piezas: La desaparición de los judíos (1982) y Jolly (1989). Ésta última, por cierto, la representó Iluna Producciones en este mismo ciclo en 2005, ocasión que aproveché para contarles más de David Mamet (Chicago, 1947). El hilo conductor de las tres obras es Bob, judío de baja condición social que vive en medio de una profunda crisis personal y que mantiene un diálogo aparentemente sin sustancia con Deeny. Digo aparentemente porque, en las últimas frases, la conversación de la pareja adquiere todo su sentido demoledor.
Comprobarán en esta obra otras influencias de Mamet. Clarísima la de Chejov en la ausencia de acción, el estatismo y el diálogo moroso de Bob y Deeny, en el que las palabras sirven más para ocultar la verdad que para expresarla. Es beckettiano el lenguaje profundamente desarticulado, a base de monosílabos, pausas, frases y palabras inconclusas y repetición de temas radicalmente banales. Finalmente, se ve claramente la influencia de Harold Pinter. Lo expresa muy bien Mamet: “Pinter nos enseñó que puedes aplicar los principios aristotélicos del drama a un microcosmos. No tiene por qué ser sobre la conquista de Francia. Puede ser sobre quién encendió o no encendió el gas del horno”.
En esta pieza descubrirán algunos de los valores del escritor norteamericano. Por ejemplo, el trabajo de reflexión previa para dar coherencia a la obra: en este caso, al situar la acción en un restaurante, porque los personajes en los espacios públicos deben esconder o disimular sus sentimientos y los sustituyen por poses más artificiosas o precavidas, que harían irreales esas mismas palabras en un espacio íntimo. También lo verán en esa asepsia formal que le permite alcanzar el “menos es más”, en los diálogos excelentes, la adecuación del lenguaje al personaje, el uso de la elipsis como fórmula para hacer avanzar la historia y en esa tendencia a la estructura circular de sus obras, que en El viejo vecindario es sorprendente: Deeny se representa en tercer lugar pero la situación es previa a la de las otras dos historias, con lo que una vez vista podemos captar todo el sentido de las anteriores. Con ello consigue otra de sus ambiciones como dramaturgo: “Confiar al público el trabajo de cerrar y construir la historia”.
Es una suerte que al escenario del Gayarre suba hoy Mamet (Perversión sexual en Chicago, El búfalo americano, Glengarry Glen Ross, Oleanna entre sus obras teatrales más representadas; El cartero siempre llama dos veces, Veredicto final, Los intocables de Elliot Ness o Casa de juegos sus mejores guiones). Y que lo haga de la mano de Carol Verano, porque el año pasado demostró, de largo, ser quien mejor ha dirigido una Pequeña Obra en las seis ediciones que sumamos, con su excelente montaje de Fando y Lis, de Fernando Arrabal.

Víctor Iriarte
Noviembre 2006

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