Darío Fo, el bufón con asiento en Estocolmo
Era por estas mismas fechas, pero hace ocho años. Darío Fo viajaba por autopista entre dos ciudades italianas cuando descubrió a un motorista que le hacía señales con vehemencia. A esas velocidades es difícil la comunicación y el actor pensó cualquier cosa: en una avería de su vehículo, en un conato de bronca por alguna maniobra poco ortodoxa en el peaje, en un amigo al que no reconocía con casco, en un admirador que lo saludaba o, más probablemente, en alguno de sus muchos detractores, ultraconservadores que no soportan su teatro radical, iconoclasta, satírico e izquierdoso. Decidió parar en un área de servicio y el motorista se acercó a su vehículo, se le presentó como periodista, y le espetó con una sonrisa mientras le tendía la mano: “Señor Fo, enhorabuena, acaban de concederle el premio Nobel de Literatura de 1997”.
Así se enteró el bufón de que había entrado en el Parnaso: convencido de que era una broma. Conseguía el galardón (el decimocuarto dramaturgo entre 90 premiados) como reconocimiento a un teatro que hunde sus raíces en “una tradición de juglares del Medievo, que flagela a los poderes establecidos y restaura la dignidad de los oprimidos (...) con una mezcla de humor y seriedad que permite ver los abusos y las injusticias de la sociedad ayudando a colocarla en una perspectiva histórica más amplia”.
La Academia sueca, en una decisión controvertida, muy criticada en Italia, refrendaba algo que el público (que en teatro es quien de verdad da y quita razones) había consagrado desde cuarenta años antes. Desde entonces ha llovido bastante y casi ninguna de las noticias que llegan de Suecia (afortunadamente) nos sorprende: ahí está, por ejemplo, el Nobel de este año, a Harold Pinter, otra figura clave del teatro del siglo XX que tampoco “encaja” en los parámetros de lo “literariamente correcto”, si es que existe esta expresión.
La principal crítica al teatro de Fo, que le hacía indigno del Nobel, razonaban, se basaba en que la “literatura dramática” que contiene era notablemente inferior a la de otros contemporáneos. Pero analizado “desde el teatro”, se convierte en un elogio, puesto que la dimensión escénica (que Fo domina con maestría) es una condición inseparable del drama. Dicho de otro modo, es mejor cualquier texto de Molière que el de Racine porque funciona mejor como teatro, a pesar de que esté “peor” escrito. Además, el Nobel quiso reconocer la dimensión política y social de un teatro que a su autor le había costado, durante décadas, prohibiciones, querellas, arrestos, denuncias por difamación, el ninguneo de 20 años de la televisión italiana, insultos, amenazas, bombas en los teatros y, como colofón, el secuestro, tortura y violación de su esposa, la actriz y autora Franca Rame, a manos de un grupo de neofascistas.
El teatro de Fo es un grito de denuncia política y social, que utiliza la batidora del humor y la sátira para provocar la discusión entre los espectadores. En muchos casos, es teatro de “urgencia”, realizado para airear un hecho escandaloso concreto y devolver al debate público asuntos que la autoridad trata de esconder o difuminar. Su grandeza estriba en que la anécdota, por concreta, se hace universal y, por tanto, sirve de paradigma de situaciones, épocas y países, de ahí su popularidad en todo el mundo. Teatro de denuncia pero sin discurso que lo acartone; teatro dirigido al intelecto pero enjabonado con la risa y presentado al espectador con los ropajes de las formas básicas (y sólo aparentemente simples) del teatro popular: la comedia del arte, el cabaré, el clown, el vodevil, la comedia. Teatro escrito y reescrito sobre las tablas de un escenario, cuyos textos llegan a la imprenta después de haber sido corregidos una y mil veces por las risas del público y los gestos de los actores, que por una suerte de justicia no reclamada, tiene hoy asiento reservado en Estocolmo.
Líbrame señor de los buenos, que de los malos me ocupo yo
Hijo de un ferroviario antifascista que colaboraba con la resistencia, Darío Fo nació en 1926 en el norte de Italia, junto a la frontera suiza, en El país de los cuentacuentos, como se titula el relato de su infancia y adolescencia que acaba de publicarse en castellano (Seix Barral). Excelente dibujante, tardó bastante en descubrir su vocación de actor y escritor, a la que le fue guiando una serie de casualidades. La primera, ser un chaval despierto que se dejaba embobar por la belleza de los cientos de rapsodas que en los valles de su infancia mantenían la tradición de la narración oral. Aprendió a imitarlos para atraer a las chicas del mismo modo que se apuntó a esgrima para aprender a defenderse de los compañeros más violentos. Y logró dominar su cuerpo y adaptarlo a las necesidades de la pantomima en los duros entrenamientos militares a los que reenganchaba como recluta para evitar entrar en combate en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, decidió su vocación su matrimonio con la actriz Franca Rame, hija de una reconocida saga de actores ambulantes que conocían todos los recursos de la Comedia del Arte. “Me casé con tres siglos de teatro”, dijo en una ocasión. Subido a un escenario, frente al patio de butacas, si las había, aprendió mucho de lo que sabe. “El público ha sido siempre mi papel de tornasol, en todo momento. Si sabes escucharlo, la platea sabe dirigirte como un gran maestro”, ha escrito. Toda su teoría sobre el arte de representar está condensada en Manual mínimo del actor (Hiru), texto que reúne sus conferencias y conforma un tratado de ágil lectura cuyo valor estriba en que no es nada academicista.
Hay diversas etapas reconocibles en la obra del italiano. La Compañía Darío Fo-Franca Rame tiene gran éxito comercial en la década de 1950. Para ella escribe algunos vodeviles y comedias ligeras, como Los muertos se facturan y las mujeres se desnudan, así como la que ocupa la velada de hoy: No hay ladrón que por bien no venga (ambas de 1958), Los arcángeles no juegan a las máquinas de Petaco (1959), y otras que se han podido ver recientemente en Pamplona, como A donde el corazón se inclina, el pie camina (1962), con dirección de Pedro Izura. Cansado de ser el bufón al que la Corte ríe las gracias, crea la cooperativa Nuova Scena y endurece su discurso en el decenio siguiente y conforma su teatro radical y políticamente comprometido que exhibe en fábricas, casas ocupadas y sedes del PCI. Destacan Isabela, tres carabelas y un charlatán (1963) y La culpa es siempre del diablo (1965).
Alejado del Partido Comunista para virar a un social-anarquismo que se ajusta mejor a su forma de entender el teatro, la vida y la protesta, crea en el decenio siguiente el Colectivo Teatral La Comuna, para quien escribe sus textos más emblemáticos: Misterio bufo (1969), monólogo que muchos de ustedes habrán visto en Pamplona y no habrán visto, porque es imposible: es una suma de textos a la manera de la juglaría crecido con los años y las funciones y que hoy podría representarse durante 24 horas seguidas. Destacable es Muerte accidental de un anarquista (1970), en plenos años de plomo en Italia y en tantos países que han compartido los modos de una policía entrenada para que se les escaparan los presos por las ventanas de los pisos altos durante los interrogatorios; y Pum pum, ¿Quién es? ¡La policía! (1972), sobre los servicios secretos que en Italia eran escandalosamente públicos. O la popular Aquí no paga nadie (1974), jocosa comedia que ironiza sobre la hiperinflación del momento y que se vio la primera temporada de este ciclo de teatro gratuito, los lunes del Teatro Gayarre, nacido como lecturas dramatizadas antes de concretarse en Pequeñas obras de grandes autores. El teatro de Fo no ha reducido posteriormente la carga crítica, aunque haya incrementado la irónica y se haya centrado en la condición femenina, en textos coescritos con su esposa, como La mujer sola, Pareja abierta (1983), Un día cualquiera (1986) o Tengamos el sexo en paz (1995). De su producción más reciente destacan El papa y la bruja (1991) y San Francisco, juglar de Dios.
De No hay ladrón que por bien no venga, texto que ahora verán representado bajo la dirección del más foísta de nuestros actores locales, José Mari Asín, simplemente decir que se trata de una “pochade en clave redoblada”, según su autor. Pochade: pieza de escasa duración y consistencia dramática. Lo primero podemos discutirlo. Lo segundo, ni por asomo. Es teatro del bueno. Afinen el oído para evitar que las carcajadas les hagan perder el diálogo. Y si entre tanto sinvergüenza encuentran a los buenos, me avisan.
Víctor Iriarte
Octubre 2005
Era por estas mismas fechas, pero hace ocho años. Darío Fo viajaba por autopista entre dos ciudades italianas cuando descubrió a un motorista que le hacía señales con vehemencia. A esas velocidades es difícil la comunicación y el actor pensó cualquier cosa: en una avería de su vehículo, en un conato de bronca por alguna maniobra poco ortodoxa en el peaje, en un amigo al que no reconocía con casco, en un admirador que lo saludaba o, más probablemente, en alguno de sus muchos detractores, ultraconservadores que no soportan su teatro radical, iconoclasta, satírico e izquierdoso. Decidió parar en un área de servicio y el motorista se acercó a su vehículo, se le presentó como periodista, y le espetó con una sonrisa mientras le tendía la mano: “Señor Fo, enhorabuena, acaban de concederle el premio Nobel de Literatura de 1997”.
Así se enteró el bufón de que había entrado en el Parnaso: convencido de que era una broma. Conseguía el galardón (el decimocuarto dramaturgo entre 90 premiados) como reconocimiento a un teatro que hunde sus raíces en “una tradición de juglares del Medievo, que flagela a los poderes establecidos y restaura la dignidad de los oprimidos (...) con una mezcla de humor y seriedad que permite ver los abusos y las injusticias de la sociedad ayudando a colocarla en una perspectiva histórica más amplia”.
La Academia sueca, en una decisión controvertida, muy criticada en Italia, refrendaba algo que el público (que en teatro es quien de verdad da y quita razones) había consagrado desde cuarenta años antes. Desde entonces ha llovido bastante y casi ninguna de las noticias que llegan de Suecia (afortunadamente) nos sorprende: ahí está, por ejemplo, el Nobel de este año, a Harold Pinter, otra figura clave del teatro del siglo XX que tampoco “encaja” en los parámetros de lo “literariamente correcto”, si es que existe esta expresión.
La principal crítica al teatro de Fo, que le hacía indigno del Nobel, razonaban, se basaba en que la “literatura dramática” que contiene era notablemente inferior a la de otros contemporáneos. Pero analizado “desde el teatro”, se convierte en un elogio, puesto que la dimensión escénica (que Fo domina con maestría) es una condición inseparable del drama. Dicho de otro modo, es mejor cualquier texto de Molière que el de Racine porque funciona mejor como teatro, a pesar de que esté “peor” escrito. Además, el Nobel quiso reconocer la dimensión política y social de un teatro que a su autor le había costado, durante décadas, prohibiciones, querellas, arrestos, denuncias por difamación, el ninguneo de 20 años de la televisión italiana, insultos, amenazas, bombas en los teatros y, como colofón, el secuestro, tortura y violación de su esposa, la actriz y autora Franca Rame, a manos de un grupo de neofascistas.
El teatro de Fo es un grito de denuncia política y social, que utiliza la batidora del humor y la sátira para provocar la discusión entre los espectadores. En muchos casos, es teatro de “urgencia”, realizado para airear un hecho escandaloso concreto y devolver al debate público asuntos que la autoridad trata de esconder o difuminar. Su grandeza estriba en que la anécdota, por concreta, se hace universal y, por tanto, sirve de paradigma de situaciones, épocas y países, de ahí su popularidad en todo el mundo. Teatro de denuncia pero sin discurso que lo acartone; teatro dirigido al intelecto pero enjabonado con la risa y presentado al espectador con los ropajes de las formas básicas (y sólo aparentemente simples) del teatro popular: la comedia del arte, el cabaré, el clown, el vodevil, la comedia. Teatro escrito y reescrito sobre las tablas de un escenario, cuyos textos llegan a la imprenta después de haber sido corregidos una y mil veces por las risas del público y los gestos de los actores, que por una suerte de justicia no reclamada, tiene hoy asiento reservado en Estocolmo.
Líbrame señor de los buenos, que de los malos me ocupo yo
Hijo de un ferroviario antifascista que colaboraba con la resistencia, Darío Fo nació en 1926 en el norte de Italia, junto a la frontera suiza, en El país de los cuentacuentos, como se titula el relato de su infancia y adolescencia que acaba de publicarse en castellano (Seix Barral). Excelente dibujante, tardó bastante en descubrir su vocación de actor y escritor, a la que le fue guiando una serie de casualidades. La primera, ser un chaval despierto que se dejaba embobar por la belleza de los cientos de rapsodas que en los valles de su infancia mantenían la tradición de la narración oral. Aprendió a imitarlos para atraer a las chicas del mismo modo que se apuntó a esgrima para aprender a defenderse de los compañeros más violentos. Y logró dominar su cuerpo y adaptarlo a las necesidades de la pantomima en los duros entrenamientos militares a los que reenganchaba como recluta para evitar entrar en combate en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, decidió su vocación su matrimonio con la actriz Franca Rame, hija de una reconocida saga de actores ambulantes que conocían todos los recursos de la Comedia del Arte. “Me casé con tres siglos de teatro”, dijo en una ocasión. Subido a un escenario, frente al patio de butacas, si las había, aprendió mucho de lo que sabe. “El público ha sido siempre mi papel de tornasol, en todo momento. Si sabes escucharlo, la platea sabe dirigirte como un gran maestro”, ha escrito. Toda su teoría sobre el arte de representar está condensada en Manual mínimo del actor (Hiru), texto que reúne sus conferencias y conforma un tratado de ágil lectura cuyo valor estriba en que no es nada academicista.
Hay diversas etapas reconocibles en la obra del italiano. La Compañía Darío Fo-Franca Rame tiene gran éxito comercial en la década de 1950. Para ella escribe algunos vodeviles y comedias ligeras, como Los muertos se facturan y las mujeres se desnudan, así como la que ocupa la velada de hoy: No hay ladrón que por bien no venga (ambas de 1958), Los arcángeles no juegan a las máquinas de Petaco (1959), y otras que se han podido ver recientemente en Pamplona, como A donde el corazón se inclina, el pie camina (1962), con dirección de Pedro Izura. Cansado de ser el bufón al que la Corte ríe las gracias, crea la cooperativa Nuova Scena y endurece su discurso en el decenio siguiente y conforma su teatro radical y políticamente comprometido que exhibe en fábricas, casas ocupadas y sedes del PCI. Destacan Isabela, tres carabelas y un charlatán (1963) y La culpa es siempre del diablo (1965).
Alejado del Partido Comunista para virar a un social-anarquismo que se ajusta mejor a su forma de entender el teatro, la vida y la protesta, crea en el decenio siguiente el Colectivo Teatral La Comuna, para quien escribe sus textos más emblemáticos: Misterio bufo (1969), monólogo que muchos de ustedes habrán visto en Pamplona y no habrán visto, porque es imposible: es una suma de textos a la manera de la juglaría crecido con los años y las funciones y que hoy podría representarse durante 24 horas seguidas. Destacable es Muerte accidental de un anarquista (1970), en plenos años de plomo en Italia y en tantos países que han compartido los modos de una policía entrenada para que se les escaparan los presos por las ventanas de los pisos altos durante los interrogatorios; y Pum pum, ¿Quién es? ¡La policía! (1972), sobre los servicios secretos que en Italia eran escandalosamente públicos. O la popular Aquí no paga nadie (1974), jocosa comedia que ironiza sobre la hiperinflación del momento y que se vio la primera temporada de este ciclo de teatro gratuito, los lunes del Teatro Gayarre, nacido como lecturas dramatizadas antes de concretarse en Pequeñas obras de grandes autores. El teatro de Fo no ha reducido posteriormente la carga crítica, aunque haya incrementado la irónica y se haya centrado en la condición femenina, en textos coescritos con su esposa, como La mujer sola, Pareja abierta (1983), Un día cualquiera (1986) o Tengamos el sexo en paz (1995). De su producción más reciente destacan El papa y la bruja (1991) y San Francisco, juglar de Dios.
De No hay ladrón que por bien no venga, texto que ahora verán representado bajo la dirección del más foísta de nuestros actores locales, José Mari Asín, simplemente decir que se trata de una “pochade en clave redoblada”, según su autor. Pochade: pieza de escasa duración y consistencia dramática. Lo primero podemos discutirlo. Lo segundo, ni por asomo. Es teatro del bueno. Afinen el oído para evitar que las carcajadas les hagan perder el diálogo. Y si entre tanto sinvergüenza encuentran a los buenos, me avisan.
Víctor Iriarte
Octubre 2005
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