El humor judío
Los habituales al ciclo Pequeñas obras de grandes autores, que son muchos y bien avenidos, como demuestran los habituales llenazos en el patio de butacas, recordarán que dedicamos unas líneas el mes pasado, a propósito de David Mamet, a hablar de la fuerte impronta del teatro judío en la escena contemporánea, debido al ventilador imparable que ha supuesto el cine norteamericano, una industria “de hebreos”. En aquella ocasión, apuntábamos los temas universales que esta raza ha inyectado a la literatura: neurosis y alienación, personajes desnortados, soledad y amargura, búsqueda obsesiva de valores o nihilismo atroz, fruto de ese arraigado sentimiento de culpa: es el pueblo elegido por Dios y caído en desgracia.
Ese magma ha dado lugar a dramas descorazonadores (todo Arthur Miller, por ejemplo), pero afortunadamente, también ha cristalizado en un humor peculiar y único, que apenas intuimos tras el doblaje de trazo grueso de muchas películas. Quizá porque sus responsables hicieron caso al aforismo que dice que el chiste judío es aquel que ningún goi (gentil) entiende y que todo judío dice conocer hace tiempo.
Judíos eran los hermanos Marx, que llegan al cine desde el creativo vodevil de los felices 20, cantera inagotable de cómicos, y cuyo uso del dislate para provocar la risa hunde sus raíces en el asimilado que padece la esquizofrenia de ser judío y tratar de disimularlo. Humor judío en muchos cómicos y guionistas de la era dorada de Hollywood para promover el “sueño americano”, que en el fondo agita ese irrefrenable instinto de superación y de ascensión en la escala social del semita (La señora que pasea a dos niños de 1 y 2 años en un cochecito y le preguntan qué edades tienen “¿Cuál, el médico o el abogado?”). O la dialéctica dominación-sumisión, siempre presente en esa literatura, que tan bien encarnó en el cine otro gran cómico judío, Jerry Lewis (Joseph Levitz en su partida de nacimiento). Sus personajes eran siempre seres desvalidos que se achicaban todavía más al lado de galanes vivalavidas como los protagonizados por Dean Martin pero que, sin embargo, acababan triunfando por su buen corazón, traslación acertada al acervo anglosajón de un personaje prototípico de las comedias judías en yiddish, el schlemiel, el individuo torpe y desafortunado que disparata la peripecia pero cuyas meteduras de gamba colosales le acaban haciendo simpático a los espectadores.
Por pura lógica, uno de los primeros estudiosos que reflexiona sobre el humor y el humorismo es uno de los judíos más influyentes en el pensamiento moderno, Sigmund Freud, que lo abordó en 1905 en El chiste y su relación con el inconsciente.
El humor judío ha abordado cosas muy serias (como el Holocausto) pero sólo para consumo interno, nunca ante los gentiles. No ha hecho de su relación tormentosa con el resto de la humanidad el eje de su comicidad. Más bien, ha mirado hacia el interior del ser humano para provocar la risa universal con sus neurosis y contradicciones, y especialmente ironizando sobre las relaciones de pareja, siempre conflictivas y tormentosas. Es una consecuencia lógica de su dramaturgia. Durante siglos, en sus comedias no había personajes femeninos: se consideraba indecente que ellas se subieran a las tablas y la Torá prohibía al hombre disfrazarse de mujer (en la Grecia clásica o la Inglaterra isabelina sí travestían actores para resolver la papeleta). Con la mujer siempre ausente, sin voz propia, el primigenio teatro judío eran hombres hablando de ellas, lo que agrandó el abismo de incomprensión entre los sexos. (Un inciso: el primer franquismo –tan rancio, zafio y ridículo– también segregó radicalmente a niños y niñas en las aulas y un puñado de religiosos se afanó en reescribir los clásicos universales para ser representados sólo por hombres o sólo por mujeres. La Galería Dramática Salesiana difundió engendros como un Romeo y Julieta sin Julieta en escena y aberraciones parecidas. La pera).
Volvamos al humor judío siempre machista: El joven actor que regresa cabizbajo a casa y su padre le pregunta el porqué. “Me dieron el personaje de marido judío”. “No te preocupes, hijo, en otra ocasión te darán un papel con texto”. Otro: “No cabe duda de que soy feliz en mi matrimonio, salvo el tiempo que paso fuera de la cama”. Más: “El hombre más feliz que conozco tiene un encendedor y una esposa, y los dos están en activo”. Y el último: “Hay matrimonios que acaban bien y otros que duran toda la vida”. Alguno de los chistes, lo escucharán hoy, son de Woody Allen. Uno de los más genuinos cómicos judíos.
Humor intelectual en Dios
Trataremos de ser un poco originales al extendernos sobre Woody Allen, nacido Allan Stewart Konigsberg (Nueva York, 1935), tarea nada fácil si tenemos en cuenta que ustedes saben casi todo de él por su extensa y aplaudida filmografía, bien distribuida en España; sus peripecias sentimentales, no exentas de escándalo; y porque ha volcado en sus películas los principales trazos de su personalidad atormentada. Quizá también porque es el único gran cómico de todos los tiempos que no ha “inventado” su personaje; dicho de otro modo, no ha necesitado crearle un disfraz para esconderse en él y se muestra en la pantalla como es. Chaplin creó a su Charlot con bombín y bastón; Buster Keaton se blanqueó la cara y compuso su máscara; qué decir del Gordo y el Flaco... Allen, sin embargo, sube a escena o aterriza en el plató con las mismas pintas con que pasea por la Quinta Avenida o acude a su concierto semanal de jazz como clarinetista: jersey de lana, pantalón de pana y mocasines cómodos.
Allen, aunque agnóstico militante, es radicalmente judío. Su familia materna, muy religiosa, procedía de Austria. El abuelo paterno llegó a Estados Unidos desde Rusia, hizo dinero y lo perdió todo en el crack del 29. De él heredó su pasión por la música y su espíritu emprendedor. Ambas familias conservaron la “mentalidad de shtetl”, el sentimiento de seguir vinculados a la aldea judía centroeuropea de donde procedían. Eso quiere decir que decenas de parientes vivían apiñados en unas pocas manzanas del entonces barrio judío de Brooklyn, frente a su adorada Manhattan, y daban la tabarra celebrando todas las citas del calendario judío.
La relación de sus padres era complicada y ello le hizo introvertido y autónomo. “Eran los típicos padres judíos: siempre te suponían culpable. Si les decías que habías sacado 98 en el examen preguntaban que quién se había llevado los otros dos puntos”, confesó. Pronto sintió devoción por el cine y a los 16 años ya ganaba buenos dineros vendiendo chistes. Cuando se interesó por el teatro, le gustó sobre todo el trágico: los plúmbeos dramones de los nórdicos, Chejov y similares. Después aprenderá a escribir sobre esos mismos conflictos existenciales y a dramatizar esas mismas neurosis –la misma existencia de Dios, su crueldad, la responsabilidad del hombre por sus actos– pero desde el humor, con lo que alcanzará la condición de genio.
Fue importante para él cruzarse con Danny Simon, hermano del comediógrafo Neil Simon (La extraña pareja, el último montaje de Osinaga), también autor, que dirigió un programa de formación de dramaturgos en el que participó Allen con 19 años. Le enseñó a pasar del chiste al sketch y de ahí a la comedia; le convenció de que el chiste no debe ser sólo gracioso, sino contribuir al argumento; le ayudó a utilizar gags para caracterizar a los personajes y, lo más difícil, le reveló cómo colocar la frase en la escena para que tuviera toda su efectividad. “En realidad, nadie puede enseñarte a escribir teatro, pero sí hacer que notes que falta algo o que el conflicto avanza a saltos”, reconoció en una ocasión. Durante unos años trabajó como monologuista, atrapando a los espectadores con su humor intelectual: “Conocí a una chica en Europa que huyó a Venecia. Se dedicó a hacer la calle y murió ahogada”.
Su extensa filmografía la encuentran en cualquier web de chichinabo, así que no me extenderé. Lo cierto es que, abducido por el cine –es uno de los pocos directores con control absoluto del montaje–, ha escrito poco para la escena: No te bebas el agua (1966, la representó por aquí Iluna Teatro), Play it Again, Sam (Sueños de un seductor, luego película), La bombilla que flota (1981); Dios, Muerte y otros diálogos dramáticos recogidos en Cuentos sin plumas, y tres obras cortas reunidas en Adulterios. Las encontrarán en librerías. Reducido arsenal para un gran comediógrafo. Hoy veremos la divertida Dios (texto que ya paseó por Navarra Xahutondo). A pesar de su desbarre aparente, muestra la sabiduría teatral de Allen: muchos referentes al drama clásico, teatro dentro del teatro y la paranoia del artista con sus creaturas. También se apuntan algunas de las preocupaciones existenciales con las que les he castigado en este folio. Dirige Paco Mir (Tricicle), un puntazo para cerrar el ciclo de 2006, y la iluminación es obra de los 18 alumnos del exitoso taller del Teatro Gayarre que han dirigido Santos García Lautre y Carlos Salaberri. Garantizado que, en la hora larga de representación, se parten el bazo. Eso sí, vigilen a sus compañeros de fila. ¿Son simples espectadores? Avisados quedan.
Víctor Iriarte
Diciembre 2006
Los habituales al ciclo Pequeñas obras de grandes autores, que son muchos y bien avenidos, como demuestran los habituales llenazos en el patio de butacas, recordarán que dedicamos unas líneas el mes pasado, a propósito de David Mamet, a hablar de la fuerte impronta del teatro judío en la escena contemporánea, debido al ventilador imparable que ha supuesto el cine norteamericano, una industria “de hebreos”. En aquella ocasión, apuntábamos los temas universales que esta raza ha inyectado a la literatura: neurosis y alienación, personajes desnortados, soledad y amargura, búsqueda obsesiva de valores o nihilismo atroz, fruto de ese arraigado sentimiento de culpa: es el pueblo elegido por Dios y caído en desgracia.
Ese magma ha dado lugar a dramas descorazonadores (todo Arthur Miller, por ejemplo), pero afortunadamente, también ha cristalizado en un humor peculiar y único, que apenas intuimos tras el doblaje de trazo grueso de muchas películas. Quizá porque sus responsables hicieron caso al aforismo que dice que el chiste judío es aquel que ningún goi (gentil) entiende y que todo judío dice conocer hace tiempo.
Judíos eran los hermanos Marx, que llegan al cine desde el creativo vodevil de los felices 20, cantera inagotable de cómicos, y cuyo uso del dislate para provocar la risa hunde sus raíces en el asimilado que padece la esquizofrenia de ser judío y tratar de disimularlo. Humor judío en muchos cómicos y guionistas de la era dorada de Hollywood para promover el “sueño americano”, que en el fondo agita ese irrefrenable instinto de superación y de ascensión en la escala social del semita (La señora que pasea a dos niños de 1 y 2 años en un cochecito y le preguntan qué edades tienen “¿Cuál, el médico o el abogado?”). O la dialéctica dominación-sumisión, siempre presente en esa literatura, que tan bien encarnó en el cine otro gran cómico judío, Jerry Lewis (Joseph Levitz en su partida de nacimiento). Sus personajes eran siempre seres desvalidos que se achicaban todavía más al lado de galanes vivalavidas como los protagonizados por Dean Martin pero que, sin embargo, acababan triunfando por su buen corazón, traslación acertada al acervo anglosajón de un personaje prototípico de las comedias judías en yiddish, el schlemiel, el individuo torpe y desafortunado que disparata la peripecia pero cuyas meteduras de gamba colosales le acaban haciendo simpático a los espectadores.
Por pura lógica, uno de los primeros estudiosos que reflexiona sobre el humor y el humorismo es uno de los judíos más influyentes en el pensamiento moderno, Sigmund Freud, que lo abordó en 1905 en El chiste y su relación con el inconsciente.
El humor judío ha abordado cosas muy serias (como el Holocausto) pero sólo para consumo interno, nunca ante los gentiles. No ha hecho de su relación tormentosa con el resto de la humanidad el eje de su comicidad. Más bien, ha mirado hacia el interior del ser humano para provocar la risa universal con sus neurosis y contradicciones, y especialmente ironizando sobre las relaciones de pareja, siempre conflictivas y tormentosas. Es una consecuencia lógica de su dramaturgia. Durante siglos, en sus comedias no había personajes femeninos: se consideraba indecente que ellas se subieran a las tablas y la Torá prohibía al hombre disfrazarse de mujer (en la Grecia clásica o la Inglaterra isabelina sí travestían actores para resolver la papeleta). Con la mujer siempre ausente, sin voz propia, el primigenio teatro judío eran hombres hablando de ellas, lo que agrandó el abismo de incomprensión entre los sexos. (Un inciso: el primer franquismo –tan rancio, zafio y ridículo– también segregó radicalmente a niños y niñas en las aulas y un puñado de religiosos se afanó en reescribir los clásicos universales para ser representados sólo por hombres o sólo por mujeres. La Galería Dramática Salesiana difundió engendros como un Romeo y Julieta sin Julieta en escena y aberraciones parecidas. La pera).
Volvamos al humor judío siempre machista: El joven actor que regresa cabizbajo a casa y su padre le pregunta el porqué. “Me dieron el personaje de marido judío”. “No te preocupes, hijo, en otra ocasión te darán un papel con texto”. Otro: “No cabe duda de que soy feliz en mi matrimonio, salvo el tiempo que paso fuera de la cama”. Más: “El hombre más feliz que conozco tiene un encendedor y una esposa, y los dos están en activo”. Y el último: “Hay matrimonios que acaban bien y otros que duran toda la vida”. Alguno de los chistes, lo escucharán hoy, son de Woody Allen. Uno de los más genuinos cómicos judíos.
Humor intelectual en Dios
Trataremos de ser un poco originales al extendernos sobre Woody Allen, nacido Allan Stewart Konigsberg (Nueva York, 1935), tarea nada fácil si tenemos en cuenta que ustedes saben casi todo de él por su extensa y aplaudida filmografía, bien distribuida en España; sus peripecias sentimentales, no exentas de escándalo; y porque ha volcado en sus películas los principales trazos de su personalidad atormentada. Quizá también porque es el único gran cómico de todos los tiempos que no ha “inventado” su personaje; dicho de otro modo, no ha necesitado crearle un disfraz para esconderse en él y se muestra en la pantalla como es. Chaplin creó a su Charlot con bombín y bastón; Buster Keaton se blanqueó la cara y compuso su máscara; qué decir del Gordo y el Flaco... Allen, sin embargo, sube a escena o aterriza en el plató con las mismas pintas con que pasea por la Quinta Avenida o acude a su concierto semanal de jazz como clarinetista: jersey de lana, pantalón de pana y mocasines cómodos.
Allen, aunque agnóstico militante, es radicalmente judío. Su familia materna, muy religiosa, procedía de Austria. El abuelo paterno llegó a Estados Unidos desde Rusia, hizo dinero y lo perdió todo en el crack del 29. De él heredó su pasión por la música y su espíritu emprendedor. Ambas familias conservaron la “mentalidad de shtetl”, el sentimiento de seguir vinculados a la aldea judía centroeuropea de donde procedían. Eso quiere decir que decenas de parientes vivían apiñados en unas pocas manzanas del entonces barrio judío de Brooklyn, frente a su adorada Manhattan, y daban la tabarra celebrando todas las citas del calendario judío.
La relación de sus padres era complicada y ello le hizo introvertido y autónomo. “Eran los típicos padres judíos: siempre te suponían culpable. Si les decías que habías sacado 98 en el examen preguntaban que quién se había llevado los otros dos puntos”, confesó. Pronto sintió devoción por el cine y a los 16 años ya ganaba buenos dineros vendiendo chistes. Cuando se interesó por el teatro, le gustó sobre todo el trágico: los plúmbeos dramones de los nórdicos, Chejov y similares. Después aprenderá a escribir sobre esos mismos conflictos existenciales y a dramatizar esas mismas neurosis –la misma existencia de Dios, su crueldad, la responsabilidad del hombre por sus actos– pero desde el humor, con lo que alcanzará la condición de genio.
Fue importante para él cruzarse con Danny Simon, hermano del comediógrafo Neil Simon (La extraña pareja, el último montaje de Osinaga), también autor, que dirigió un programa de formación de dramaturgos en el que participó Allen con 19 años. Le enseñó a pasar del chiste al sketch y de ahí a la comedia; le convenció de que el chiste no debe ser sólo gracioso, sino contribuir al argumento; le ayudó a utilizar gags para caracterizar a los personajes y, lo más difícil, le reveló cómo colocar la frase en la escena para que tuviera toda su efectividad. “En realidad, nadie puede enseñarte a escribir teatro, pero sí hacer que notes que falta algo o que el conflicto avanza a saltos”, reconoció en una ocasión. Durante unos años trabajó como monologuista, atrapando a los espectadores con su humor intelectual: “Conocí a una chica en Europa que huyó a Venecia. Se dedicó a hacer la calle y murió ahogada”.
Su extensa filmografía la encuentran en cualquier web de chichinabo, así que no me extenderé. Lo cierto es que, abducido por el cine –es uno de los pocos directores con control absoluto del montaje–, ha escrito poco para la escena: No te bebas el agua (1966, la representó por aquí Iluna Teatro), Play it Again, Sam (Sueños de un seductor, luego película), La bombilla que flota (1981); Dios, Muerte y otros diálogos dramáticos recogidos en Cuentos sin plumas, y tres obras cortas reunidas en Adulterios. Las encontrarán en librerías. Reducido arsenal para un gran comediógrafo. Hoy veremos la divertida Dios (texto que ya paseó por Navarra Xahutondo). A pesar de su desbarre aparente, muestra la sabiduría teatral de Allen: muchos referentes al drama clásico, teatro dentro del teatro y la paranoia del artista con sus creaturas. También se apuntan algunas de las preocupaciones existenciales con las que les he castigado en este folio. Dirige Paco Mir (Tricicle), un puntazo para cerrar el ciclo de 2006, y la iluminación es obra de los 18 alumnos del exitoso taller del Teatro Gayarre que han dirigido Santos García Lautre y Carlos Salaberri. Garantizado que, en la hora larga de representación, se parten el bazo. Eso sí, vigilen a sus compañeros de fila. ¿Son simples espectadores? Avisados quedan.
Víctor Iriarte
Diciembre 2006
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